
El concierto, en realidad, fue un triunfo de la libertad sobre la opresión. Un pequeño triunfo ciertamente, tal vez sin consecuencias inmediatas, pero triunfo al fin y al cabo. Habría que decirle no a Fidel Castro y no a quienes, en el otro extremo, repiten el mismo razonamiento. El concierto sirvió para abrir una ligera grieta en el muro: se dijeron cosas nunca antes escuchadas en esa plaza en medio siglo. Se habló alto y claro de la unión de la familia cubana, se le cantó a la libertad, se llamó a la juventud a protagonizar al cambio, se aludió favorablemente al exilio, etcétera.
No deberíamos pedir milagros a personas que ni siquiera son cubanas, y que han establecido un precedente. Sobre todo cuando nosotros mismos no hemos sido capaces de resolver el embrollo nacional en cincuenta años. Lo del domingo fue algo para empezar, que es mejor que permanecer inmóviles. El maximalismo no funciona bajo sistemas totalitarios. Deberíamos agradecer a Juanes y, si acaso, criticar a aquellos músicos cubanos que sobre la tarima de la plaza, y conociendo al dedillo la realidad de su país, callaron o actuaron contra el espíritu del concierto, como Juan Formell o la famosa Cucu Diamantes. La pata, antes y después, la hemos metido los cubanos.