La celebridad de Tania Bruguera tiene mucho que ver con la ruleta rusa. A mayor riesgo asumido, más expectativa acumulada. En junio pasado estuvo a punto de saltarse la tapa de los sesos en la Bienal de Venecia. De mentiritas, pero... Y días atrás sorprendió a propios y extraños repartiendo cocaína durante una performance en Bogotá.
Según Bruguera, el suyo es un “arte de conducta” que busca que el espectador reaccione ante los elementos que se le presentan. Ya sea, pongamos, consumiendo coca, ya sea denunciándola a la policía. Ya sea saltando sobre ella para evitar su azaroso suicidio, ya sea gritándole que es una reverenda hija de la gran puta… pongamos.
Lo último es que en Colombia se ha abierto un caso a propósito de la dichosa cocaína. Se pretende detener a los suministradores de la artista, que a su vez se niega a revelar quiénes la ayudaron a adquirir el estupefaciente. Por cierto, Bruguera había previsto sacar un arma durante la performance, no se sabe si al estilo” veneciano”, pero le fue negada esa posibilidad.
Tiene la Bruguera un fino olfato para el peligro –algunos dirán que para el escándalo. El peligro como arte. El riesgo como emblema. Sobre todo cuando ese riesgo es asumido ante un público numeroso. Al filo de la justicia, de la represión o de la muerte (como representación), el placer de lo prohibido. El santo y seña de la Bruguera.