por José Antonio Gutiérrez Caballero
Ha muerto un cubano de la poesía, y hay que darle a Cintio lo que es de Cintio, por eso este homenaje, para que su alma no vaya al rebaño de las tinieblas. Aunque no fue puro, sino también un obrero de la complicidad, que a veces pactó con los que otorgan, al menos trató de salvar la luz, pero no pudo, y no hay que humillarlo en su soberbia, de azul maniqueo.
Sin embargo, nunca fue uno más, y no hay que hacerlo caer en los pecados de esa estrepitosa omisión, porque él supo que pertenecía a la derrota antes que muchos, y ha soportado los insultos del fanatismo ante el examen de las víctimas que esperan por las definiciones, que serán válidas o no, pero vendrán a juzgar las miserias silenciosas, los gritos de la eternidad, a la que todos asistiremos con la vara de medir una historia que ya no será asunto, pero servirá para establecer las reglas de la ira y saber cuán manchados o perdidos estuvimos en medio del mal y del amor.
Por eso, en este examen, no hay exoneración, pero tampoco hay rabia. Ni siquiera un gesto deleznable de fiereza, sino una infinita tristeza, que nos traspasa y se yergue, en la mitad de un odio que se mezcla, aunque por estos días ya nos deja vivir y denostar “la monstruosa construcción” que, mientras se elevaba, iba atando y matando las almas, una a una, hasta que tantos no pudieron hacerse una excepción y tuvieron que irse excluyendo, para no consumirse simultáneamente oscuros, o inventar el delirio de la conmiseración.
Ha muerto la poesía en medio de lo cubano, pero no padecemos “la voz arrasadora” que ahora late a lo lejos, ya ceniza, deshilachada, nauseabunda, indeseable y desoída de toda “alusión”.
Ha muerto un cubano en su mitad de poesía, y el origen tendrá pocos escrutinios sin su música, porque su voz es grande entre la medianía, conquistable siquiera y peregrina, aunque ajena a esa jauría.
Ha muerto lo cubano en plena poesía, pero no ha muerto la jauría. Las almas de los muertos que deambulan medirán su osadía, y aunque el examen no sea válido, ni exista la armonía entre los bandos, ni la dicha, tendrán que rendirle pleitesía.