por Amir Valle
El problema es la callada complicidad. La conveniente ceguera de esos sectores de la intelectualidad de izquierda tiene buena parte de culpa del inmovilismo complaciente, de la invisibilización de los conflictos y de la desvergonzada inmunidad de tácticas divisorias que hoy vemos en la cultura cubana que se hace dentro de los marcos insulares.
Lo he vivido: cuando hace ya once años le comenté a cierto amigo escritor argentino, sin que me creyera, que tuviera cuidado porque en Cuba ellos eran más vigilados que nosotros. Un día, tiempo después, cuando dijo dos palabras críticas de más, recibió una nota del embajador cubano en su país recordándole sus noches de juerga en La Habana entre rones y mujeres (jovencitas, por cierto, a quienes conocemos como jineteras). O cuando a otro escritor mexicano le aconsejamos tener el “hijoeputómetro encendido” (éramos tres escritores cubanos los que hablábamos) al tratar con algunos funcionarios culturales, de esos que sólo ven manipulación política y enemigos en todas partes, para que tampoco nos creyera y, de nuevo poco después, lo escucháramos decir, molestísimo, que lo habían utilizado hasta que les fue útil para cierta campaña en común, pero que ya ni contestaban sus emails y se escondían cuando él los llamaba a Cuba.
O cuando aconsejé a un reconocido colega, respetado catedrático, que si quería hacer proyectos con instituciones cubanas dejara bien claras las condiciones, en contrato, porque yo mismo podría contarle amargas experiencias de otros colegas que buscaban esos “intercambios culturales”, sin que lograra convencerlo de que no exageraba. Y lo vi regresar, meses más tarde, a decirme que ellos habían invitado a un grupo amplio de alumnos y profesores cubanos, pagado sus viajes y gastos de estancia fuera de la isla, y cumplido con todo lo que habían acordado (sin que mediara un papel), incurriendo en un enorme gasto que la Universidad no podía permitirse, y que cuando llegó la hora de que Cuba invitara, pagara y cumpliera con lo acordado, había recibido un simple email comunicándole que “lamentablemente la situación financiera del país nos impide cumplir”, sin que jamás volviera a recibir ni una sola línea de sus socios cubanos en aquel “intercambio cultural”.
O cuando a cierto renombrado periodista, que buscaba establecer desde La Habana un proyecto cultural de alcance hispano (revista, editorial, etcétera), en mi casa de La Habana le anuncié que recibiría condicionamientos, presiones, exigencias discriminatorias que le impedirían realizar esos sueños de integración en la pluralidad que perseguía con aquel proyecto; lo vi hacer una mueca y decirme: “a mí no pueden hacerme eso”, para encontrarnos un año después, en México, y escuchar sonriendo cómo me desgranaba la amplia lista de condicionamientos, presiones, exigencias discriminatorias que recibió en La Habana y que le hicieron desistir de su noble empeño. O cuando… habría muchos más. Y estoy seguro que muchos otros podrán hacer una lista larga de otros muchos “o cuando…”.
Pasado el concierto de Juanes, sólo me queda una certeza: otra vez la callada complicidad, la ceguera conveniente, a la que hacemos referencia aquí juega una mala pasada a la verdad. Estoy seguro que no será cosa del pasado escuchar a prestigiosos creadores latinoamericanos y europeos diciendo que el Caso Padilla fue exagerado por los medios para empañar la “gloriosa imagen de la Revolución Cubana”; o decir que “el fusilamiento de esos tres muchachos fue algo tristemente necesario y justificado” (refiriéndose a los tres jóvenes que robaron una embarcación para intentar irse a Estados Unidos y que fueron detenidos, juzgados en juicios sumarios y fusilados horas después); o asegurar que “Cuba es el único país del mundo donde los escritores y artistas viven con dignidad y crean con entera libertad sin que las transnacionales de la información los censuren”.
Seguiremos escuchando las loas que hacen esos intelectuales y artistas a la “grandiosa y ejemplarizante obra de la Revolución Cubana” mientras desde sus lujosas habitaciones en los más lujosos hoteles de Cuba, pagadas por sus anfitriones cubanos, en tanto disfrutan, entre otras cosas, de las botellas de ron carísimo que como regalo reciben desde las oficinas de ciertos poderosos ministros, observan, allá lejos, la vida real de la isla. Y aunque sepan que en esas habitaciones hay siempre un ojo que los vigila, no lo duden, a cambio de esos intensos momentos de placer caribeño y folklórico están dispuestos a jurar que, como siempre, “son infundios de esos enemigos, mercenarios al servicio del imperialismo yanqui”.
Conmemorando los 20 años de la caída del Muro