En Londres o Madrid, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, Meneito no hubiera pasado desapercibida. Pero tampoco hubiera suscitado homenajes, seminarios, festivales y hasta una estatua en la principal plaza de la ciudad, como sucedió en Thamacun. Ni siquiera en Cuba la “mujer de goma”, como también se le conocía, hubiera generado tamaño despliegue popular.
A mediados de la década del treinta Meneito había alcanzado, anatómicamente, ese estado de la materia dispuesta, esa especie de arquitectura galopante sobre la que Idamanda Rosael llamara la atención en La isla desaparecida: Un epílogo al Lenguaje del Tercer Éxodo. De la contemplación de su trasero -alto, desconcertante, inigualable- extraía el Reducto su secreta fuerza, su vitalidad. De sus andares obtenía la futura Cumberland el combustible del porvenir. Desde su cuerpo respiraba ansioso el islote, fascinado ante la perspectiva de trascender definitivamente la belleza (la ordinariez de la belleza). Porque su bamboleo –el bamboleo que justificaba no sólo los exquisitos desequilibrios de su estructura monumental, sino a todo Thamacun- era música, aroma, representación -y concreción- de lo divino. Era arte. Cultura asentada y trascendente. Un canto a la fecundidad.
Cuántas tardes robadas a la angustia, al tedio o la resignación, gracias a Meneito. Cuánta gente eternizada en un suspiro, inaugurando peñas en su nombre –establecimientos comerciales, clubes, incluso timbiriches-, renaciendo al compás de sus caderas. Cuántos ancianos floreciendo interminablemente, engendrados en la fotosíntesis de su esplendor. “Meneito podía haberse postulado a la presidencia de Thamacun si hubiera querido –escribe el periodista Sobrino Tadei-, y habría alcanzado el poder sin duda alguna. Claro, si en Thamacun hubiera existido un gobierno propiamente dicho, y si el poder le hubiera interesado, aunque fuera mínimamente, a los thamacuneses”.
“El poder idiotiza a los hombres”, afirmaría Nietzsche poco antes de que el concepto cuajara culturalmente en Thamacun. En el islote, en cambio, quien durante décadas idiotizó a los hombres –o “iluminó a los hombres”, para mejor decirlo- fue Meneito. Aun cuando su cuerpo, lastrado por los años y el sobrepeso, ya no fuera el que había sido. El que sería para la posteridad.
Imagen cortesía Omar Santana