por Armando Añel
El hombre es un animal ideológico. Con la caída del Muro de Berlín y las consiguientes tesis que auguraban el fin de la historia, esto es, de las ideologías, parecía que se había arribado a la línea de arrancada desde la cual, como sujeto primario (exclusivo), el hombre postmoderno correría el maratón sin término de su singularidad a toda prueba. La imagen era hermosa y sigue siéndolo, y, dolorosamente, hay que agregar que peca de inconsistente.
El hombre nuevo, suerte de híbrido del animal ideológico y el animal apático que resultaría después, prácticamente no movió un dedo para derrocar el sistema, pero por lo mismo tampoco lo hizo para apuntalarlo. Fue y es, en síntesis, un producto de regímenes que habiendo cercenado la iniciativa individual descubrieron tardíamente cuán costoso resultaba apacentar el rebaño. Toda la minuciosa maquinaria totalitaria, con sus instituciones represivas, sus organizaciones de masas, sus sindicatos al servicio del Estado, su aparato de desinformación, sus sistemas de reeducación política, su palo y su zanahoria, no lograron hacer que el hombre nuevo fuera medianamente productivo o generara algún tipo de riqueza. Aplastada la sociedad civil, el Gran Hermano no fue capaz de crear el hombre-robot que en realidad habría necesitado. En su lugar segregó al animal apático.
En términos políticos, Marx tradujo la esencia del animal ideológico que somos. Lo hizo y sentó las bases de uno de los sistemas más absurdos que ha padecido la criatura humana. Pasados veinte años de la caída del Muro de Berlín, no resulta ocioso retomar a Revel cuando afirmaba aquello de que no es lo mismo salir del comunismo que salir de sus consecuencias. Tampoco es lo mismo enterrarlo que enterrar las causas que lo hicieron posible. El animal ideológico se apresta a dar a luz, una vez más, al animal apático.