Estimado señor director de Cuba Inglesa:
Mi nombre es Scott, Gobelino Scott, y mi misión, informarle sobre los días finales del islote de Vindobona (o Nuevo Songo del Norte).
Soy, como usted supondrá, de los Scott de Vindobona, hijo de Mary y Joseph; usted conoce a mi señora madre. Y como todo hijo de Mary y Joseph tengo, sin quererlo yo, que emprender un ministerio: soy testigo de primera mano de una serie de acontecimientos estremecedores y me ha tocado darle conclusión a esa historia de entuertos, alucinaciones y desencuentros que se llamó Nuevo Songo.
Ellos, señor director, se hicieron guerreros y se hicieron a la mar. Movidos por un pundonor caballeresco, los hombres de Nuevo Songo fueron a la guerra a defender el honor de su dama, que era su reina, Su Majestad Leididi Usnavani Burundanga I, cuya dignidad había sido mancillada desde la lejana tierra de la doncella con pechos de mujer y cuerpo de leona.
Fueron movidos por el más grande y noble de los ideales: el cumplimiento de la palabra empeñada cuando juraron, bajo el filo de la espada de la monarca, defender el buen nombre de su dama contra todos los infortunios.
Se hicieron a la mar en frágiles embarcaciones de madera hechas a la ligera. Su destino, para algunos su desatino, era la lejana tierra de Keops. En la mar, como siempre procelosa, una tormenta de otoño los azotó con furia. Pero el que parecía su enemigo al final se tornó en su salvador. Pronto explicaré por qué.
Esas mismas lluvias, junto con el ascenso del nivel de los mares por el calentamiento global, contribuyeron al hundimiento de Vindobona. Las aguas comenzaron a anegar el islote. A crecer lentamente. A, con voracidad bíblica, tragárselo todo.
Primero desapareció Bajo Songo. Las mujeres, los ancianos y los niños dejados atrás por los guerreros dieron acogida a los "separatistas" de las tierras bajas. Juntos, en Alto Songo, luchamos contra el avance de las aguas enfurecidas. Los dos pueblos, novosongoleses y vindobonos, terminamos hermanados, peleando juntos por la supervivencia en el techo del palacio de la reina Leididí, un antiguo almacén victoriano y el punto más alto del islote.
Mientras, los guerreros, en pelea desigual contra las aguas, encallaron en un cercano islote deshabitado donde encontraron refugio. Por eso le decía que fue la tormenta su ocaso, pero también su salvación.
Al final, y en medio de ingentes esfuerzos por sobrevivir a la crecida, todos fuimos rescatados por los servicios británicos de emergencia y desplazados a Gran Bretaña, donde se reunieron las familias y cada una emprendió un camino diferente.
Leididí, quien finalmente se reconoció como Meneito, fue internada en un manicomio, donde --dicen los rumores-- le ha dado por creerse la reencarnación de Leonor de Aquitania, reina consorte de Inglaterra y Francia, de la Casa de Poitiers, presa en la Torre de Londres.
Y así, señor director, se cerró una historia que bordeó los grandes mitos, pero que, como los grandes mitos todos --por la incomprensión humana que siempre trae consigo la furia de los elementos-- terminó perdido. En la memoria, como Ilión. Bajo las aguas, como la Atlántida.
Nuevo Songo fue un poco Ilión desaparecido entre las nieblas de la locura de algún lugar de la Mancha, hundido, enterrado bajo el mar como la Atlántida.
Yo ya he cumplido mi misión. O eso espero. Porque la memoria de Nuevo Songo no me deja ni un lugar donde yacer la cabeza en paz.
Agradecido, me despido.