por José Luis Sito
Todo lo ocurrido en Cuba ha sido culpa de un pueblo que no supo que tenía la felicidad a su alcance, el paraíso terrenal del socialismo a la puerta de su casa. Fue el pueblo quien se negó a su propia felicidad, esa felicidad sublime y edénica que le prometíamos todos los días en la televisión.
Nosotros, los castristas, somos inocentes. Siempre intentamos volver al paraíso anterior a los inmundos conquistadores. A aquel mundo idílico de la tierra de los dioses, la Arcadia mítica. Pero, si el pueblo no hubiera sido tan miserable, tan inculto, tan pleno de bajeza moral y espiritual; si el pueblo cubano no hubiera sido tan infame, tan degradado, tan horrendo, hubiéramos conseguido, nosotros los castristas, fabricar una nueva civilización, un nuevo cubano, un nuevo hombre. Hubiéramos dado a Cuba, y al planeta entero, un reino eterno de felicidad. Si fracasamos fue por culpa de los cubanos.
Nosotros, los castristas, somos inocentes. Porque, en definitiva, habríamos necesitado algo más que el aparato represivo y de terror. Habríamos necesitado, sencillamente, otro pueblo.
Lo que hay que cambiar en Cuba es al pueblo, o mejor dicho, reemplazarlo.
Pero ya lo intentamos. Lo intentamos por todos los medios, desterrando a dos millones de individuos, encarcelando o matando a otro millón, aterrorizando a los diez millones restantes, encerrándolos en un campo de concentración que por suerte no fue necesario cubrir de muros de cemento, estando rodeado de un muro de agua. Y aun así, estos cubanos, tan ingratos, ni nos han dado las gracias.
El pueblo cubano es un pueblo fracasado. Nosotros los castristas todavía tenemos la fe, la férrea voluntad, la implacable obligación de acabar de una vez por todas con este pueblo, que no merece nuestros esfuerzos, nuestra bondad.
Cuando el pueblo no se merece a sus gobernantes, hay que cambiar de pueblo por todos los medios. En eso estamos desde hace medio siglo.
Paraíso o muerte.