por José Luis Sito
La luz divina lo había abandonado, pensó. Coincidía con la idea neoplatónica, transmitida por San Agustín y que había recogido la Edad Media, para la cual el rayo que el ojo envía de manera ininterrumpida proviene del fuego interior del hombre. Aunque la Técnica, Metafísica invertida, nos demuestre ahora todo lo contrario, explicándonos que bajo la forma de fotones la materia luminosa va del objeto al ojo, él admitía que cada criatura transmite la iluminación divina y creía en ese fuego interior que el ojo deposita sobre toda cosa creada. Era su manera de ser poeta: entrar en contradicción con la Metafísica invertida.
La materia es opaca y el alma, envuelta en esa opacidad, aspira a regresar a esa luz divina de donde viene. Toda la realidad que la circunde sirve, debía servir, para elevarla hacia esa luz y con ella irradiar toda la Creación. Era este el trabajo del hombre.
Ya no lo era. La luz divina había caído en manos de las leyes de la geometría. El ojo humano ya no era más que un vulgar instrumento de la visión, con sus indudables funcionamientos. El fuego interior se había apagado.
Cuando abrió los ojos, lentamente surgieron los ruidos de un silencio sin límites, apareció un campo sin sol iluminado por innumerables luces silenciosas, diminutas y temblorosas, aparecieron dimensiones enigmáticas infinitas, aparecieron insondables éteres, apareció el alejamiento por el cual las almas pueden elevarse hacia lo divino.
Al ponerse de pie sólo vio la sombra oscura de la noche. No los veía, pero sabía que estaba rodeado de sus queridos y divinos árboles, de mangos, flamboyanes, ceibas, palmas y jagüeyes.
Para él, la Creación todavía permanecía encendida.