por Carlos Alberto Montaner
El libro Havana Forever termina con una deprimente visión de la La Habana contemporánea, vecina del extraordinario documental germano-cubano Arte nuevo de hacer ruinas. El largo gobierno de los Castro, que prácticamente ocupa la mitad de la vida independiente del país, es el primero que deja a La Habana en circunstancias infinitamente peores que las que encontró.
Este libro sirve para examinar la capital que los cubanos tenían en 1902, cuando se inauguró la República, y ver las sucesivas mejoras que experimentó la ciudad, hasta que llegó el Comandante y terminó con esa gloriosa tradición.
La ciudad que Estrada Palma dejó, es mejor que la que recibió. El mismo fenómeno se observa tras los gobiernos de José Miguel Gómez, de Mario García Menocal, de Alfredo Zayas, de Gerardo Machado, de Laredo Bru, de Fulgencio Batista, de Ramón Grau, de Carlos Prío y, otra vez, de Batista.
En esos 56 años que duró la República hubo crisis económicas y políticas, insurrecciones, desórdenes, revoluciones, dictaduras, motines callejeros. Hubo de todo: pero también hubo progreso continuado.
La Habana de los años cincuenta, con sus majestuosos barrios residenciales, con sus parques y monumentos, era una ciudad bellísima, una de las más bellas de América Latina y, por qué no, del mundo.
¿Cómo pudo la ciudad mejorar y embellecerse en medio de épocas que parecían, y eran, tortuosas?
Esencialmente, primero, porque había dos fuentes paralelas de desarrollo urbano. La que dictaba el gobierno y la que llevaba a cabo la sociedad civil.
Los sucesivos gobiernos, acertadamente, construían el Palacio Presidencial, el Capitolio, la Universidad o la carretera central, pero la sociedad civil urbanizaba el Vedado y Miramar, erigía el Edificio Bacardí, Tropicana, o el famoso Focsa.
Los focos de creación urbana eran centenares. El ímpetu empresarial era múltiple. Alguna vez le he leído al arquitecto Nicolás Quintana que hubo periodos, durante la llamada “danza de los millones”, que se inauguraban diez edificios al día.
Nada de eso es posible en el socialismo, que concentra la creatividad en las manos cansadas de un puñado de burócratas carentes de imaginación y de espíritu emprendedor, más interesados en mantener sus puestos que en transformar la realidad de una manera beneficiosa.
El segundo aspecto que explica la incuria tremenda del comunismo es la falta de vasos comunicantes con las fuentes creativas del planeta. Los ingenieros, arquitectos y urbanizadores cubanos, desde la época de la colonia, estuvieron enlazados a la mejor intelligentsia del mundo.
Tal vez todo comenzó cuando Antonelli creó las bases de la arquitectura militar en Cuba, pero continúa ininterrumpidamente durante siglos, y culmina, a mediados del XX, cuando viajan a la Isla personajes como Walter Gropius, fundador del movimiento Bauhaus, o José Luis Sert.
La intelligentsia habanera, la llamada sociedad civil, habitante de un puerto de mar abierto al comercio internacional, siempre estuvo conectada con las mejores cabezas de Occidente. Formaba parte de ese mundo. Se nutría de esas influencias. Y eso se terminó cuando la dictadura comunista cercenó cruelmente todas las relaciones con las fuentes creativas urbanizadoras de las grandes ciudades del planeta y las limitó a la paupérrima influencia soviética, con sus edificios grises y sin gracia, más próximos a las colmenas que a las residencias para humanos.
El tercer elemento que hay que tomar en cuenta para entender la crisis urbana de los cubanos y la decadencia monstruosa de La Habana, es la crónica falta de productividad del sistema comunista.
La construcción hermosa y nueva, y el cuidado y mantenimiento del patrimonio, requiere contar con abundantes excedentes. Eso no es posible en un modelo económico colectivista en el que la producción está en las manos de los burócratas del partido, los precios se fijan arbitrariamente, y los bienes y servicios se asignan de una manera rígida.
Donde no hay libertad económica, donde no existe la libertad para producir, inevitablemente sobreviene la pobreza. Donde no hay propiedad privada, se extingue la voluntad de mantener las casas, las plazas y los edificios. Esta observación la hizo Aristóteles hace 2,500 años y sigue siendo cierta.
Una de los trágicas verificaciones de la Ciencia económica a lo largo del siglo XX, es esa afirmación de Pero Grullo que nos asegura que las personas cuidan mucho más los bienes propios que los comunes, como se desprende de la experiencia y del sentido común.
Y en el socialismo esa natural tendencia se agudiza por la relación hostil que surge entre el Estado y una sociedad condenada a vivir en la pobreza por la terquedad ideológica de los amos. Para mucha gente sometida a la horma del marxismo-leninismo, el vandalismo contra los bienes comunes es una forma sorda de protestar contra el sistema o, al menos, de tomar venganza.
En cambio, en las sociedades en las que el espacio público ha sido segregado libre y consensuadamente por la sociedad, y en las que los funcionarios electos o designados son servidores públicos obedientes de la ley y no mandamases inclementes, las personas tienden a cuidar los espacios comunes con mucho más esmero que en las sociedades comunistas.
Un ciudadano de París, Venecia, Barcelona o Praga, vive orgulloso de su ciudad y no quiere lastimarla. La ciudad le pertenece y él le pertenece a la ciudad.
Un ciudadano de La Habana, Santiago de Cuba o Matanzas, padece la incómoda sensación de que es un forastero al que los funcionarios del Partido dejan vivir graciosa, pero miserablemente en una urbe que no le pertenece. Por eso crece, implacable, la intensa práctica del vandalismo, propia de las sociedades comunistas. Es la represalia secreta contra el amo cruel.
El cuarto elemento es una fatalidad derivada del tipo de caudillismo que padece Cuba. Es muy grave que Cuba haya sido dirigida durante más de medio siglo por Fidel Castro, pero esa circunstancia empeora cuando sabemos que este señor carece de refinamiento estético y su idea platónica de la ciudad apenas trasciende el caserío remoto de Birán, la hacienda rural de sus padres en la provincia de Oriente.
La estética urbana de Fidel Castro, amo y señor de los destinos de Cuba, y probablemente de su hermano Raúl, tiene que ver con el mundillo agropecuario de su infancia, o con sus correrías en Sierra Maestra, paisaje donde ha sido más feliz en toda su vida, dato que se traduce en la pasmosa indiferencia con que ha visto la paulatina destrucción de una ciudad que nunca fue capaz de apreciar.
¿Qué le importa a Fidel Castro el derrumbe de miles de casas hermosas o la decadencia creciente de La Habana y de todas las ciudades de la Isla, si carece de instinto para captar la belleza del entorno porque en su escala de valores no comparece la estética urbana?
Machado también era un dictador, un pequeño dictador, como lo fue Batista, y ninguno de los dos era especialmente instruido, pero de alguna manera ambos sabían o intuían que era conveniente dotar a los cubanos de un entorno urbano elegante y, en algunos casos, suntuoso, porque la belleza de La Habana era un patrimonio colectivo que debía aumentarse.
Por eso La Habana no dejó de embellecerse, aun en los momentos más trágicos, como esas ancianas pizpiretas que se echan colorete en los carrillos para enfrentarse dignamente a las peores enfermedades.
Por último
¿Qué más puede decirse de este libro? Que aparece en un momento clave, cuando el régimen comunista está en su última etapa y quienes lo administran se encuentran totalmente desmoralizados tras medio siglo de fracasos inocultables.
Cuando llegue el momento final, ese día glorioso de soltar los prisioneros, los once millones de prisioneros que sufren en la cárcel grande, La Habana resurgirá de las ruinas, como resurgieron las ciudades europeas tras los devastadores bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Entonces, hojear este libro será un ejercicio de inspiración. La ciudad inolvidable recobrará forever su esplendor. Lo recuperará para siempre, porque esa es su vocación y ese es su destino.