por Paco Von Goes La noticia llegó por todos los medios. Los electrónicos y los tradicionales. Las campanas tañeron, los palomas volaron, las columnas de humo se elevaron y los beeps sonaron. Las mujeres y los niños se precipitaron a la costa exultantes. ¡Victoria! El regreso inminente de las tropas desbordó de júbilo al islote.
¡Victoria! Una sola palabra bastó para que Nuevo Songo del Norte se lanzara a recibir a los héroes de la última epopeya.
Luego, un parte de guerra emitido por el Estado Mayor confirmó lo que ya era motivo de la mayor celebración jamás vista en estas tierras: el radicalismo alejandrino ha sido aniquilado. Tora Bora ya no es bastión del extremismo. De la refundada Westh Havana ya no queda sino arena del desierto. El periodista Armando Añel ya ha sido liberado.
¡Victoria!, gritó el islote a una sola voz. ¡Victoria! Pudo lograrse gracias a una amplia coalición de fuerzas entre Nuevo Songo del Norte, Westh Songo del Sur, Vindobona y presuntamente del Principado de Sealand. Una entente en extremo cordiale conseguida por las habilidades diplomáticas de la reina Leididí I, quien no estaba muerta ni de parranda: se había embarcado en una misión diplomática que la llevó a visitar a muchas testas coronadas (se dice que fue crucial apoyo el logrado del emir de Eurabia).
Mientras espera el arribo de sus guerreros victoriosos, Nuevo Songo canta, los niños saltan. Las mujeres se acicalan y el Consejo de Ancianos se prepara para ceder el gobierno putativo a los representantes de la población.
Y mientras eso pasa, los poetas se disponen a cantar. A entonar las glorias de una nueva hazaña. A componer las loas de un gran poema épico que los rapsodas jamás olvidarán, y que lleva por título "¡Victoria!".
