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viernes, 29 de enero de 2010

Cueto vs Cavafis: La ponderación

por Ignacio T. Granados

Recibir un libro es un acto normalmente banal, pero no cuando se trata de un esfuerzo individual. En este caso se agradece la generosidad, que implica cierto respeto y la necesidad de reciprocarlo de algún modo. No siempre, es verdad, pero es distinto cuando un autor te da su propio libro a cuando te da su trabajo sobre otro autor. En el primer caso se trasluce alguna ansiedad, al menos si no media la amistad profunda y la confianza que justifican el acto; en el segundo se trasluce el esfuerzo más auténtico, el del artista que lo entrega todo a una pasión y decide comunicarla al mundo. Este último caso, además, denota cierto respeto, que ha de saber agradecerse con la ponderación de ese esfuerzo. Es por lo que he preferido reflexionar este libro como hecho (Constatino P. Cavafis. Veintiún poemas, editado por Juan Cueto-Roig), antes que emitir una opinión más objetiva.

Nada de eso es gratuito ni angelical, pues como principio no comparto el método; es decir, por propia experiencia en la traducción, desconfío de toda referencia que no sea a la lengua original y en su contexto específico. Pero —siempre hay un pero— en este caso específico no tengo acceso posible a esa referencia original; es decir, tratándose de Cavafis, ni sé griego ni tengo interés alguno en conocerlo. Ignoro por qué un autor desarrolla una pasión por un poeta abstrayéndolo de su entorno, y no me concierne juzgarlo; pero leer a Cavafis en esta versión fue una experiencia que agradezco, y quizás de eso se trate este esfuerzo, no de precisiones objetivas.

No creo que un poeta sea de contenidos, pues ningún poeta dice algo que alguien no haya vivido; un poeta trabaja sobre formas, que son las que lo hacen singular, no otra cosa. Pero en esta traducción terciada de Cavafis hay formas que conmueven, y de eso se trata esa exigencia formal de la poesía; y en este mismo sentido, quizás el mérito no sea que los poemas originales son del Cavafis original que desconoceremos siempre. Quizás haya otro mérito más lateral, como aquella repetición continua por la que nos llegó lo mejor de la poesía árabe [El jardín de las delicias] como anónima.

Eso anterior no deja de ser una proyección utópica del traductor, ese esfuerzo de que el poeta desaparezca tras la belleza que crea. Y no es que la comparta al ciento por ciento, pero tampoco me atrevo a restarle validez. Es por eso que he preferido ponderar el libro, y hasta me atrevo a la apuesta con todos sus riesgos. Al fin y al cabo se trata del vicio de leer, que como vicio es bastante irresponsable, no de créditos banales.

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