por Ignacio T. Granados
Como toponimia ya genérica, el Sur suele despertar pasiones ideológicas y también étnicas; pero no de pragmatismo y madurez política, que suele ser su falencia crónica. Entonces, en medio de la ambigüedad brasileña y la controversia de Honduras, gana la derecha en Chile; pero después de cincuenta años, durante los cuales operó una cruel dictadura por golpe militar y unos veinte años de izquierda democrática. El esquema no es tan simple nunca, y ya fue ejemplar que al gobierno militar lo derrotara la izquierda, pero también que se tratara de una izquierda obligada —lo nunca visto— a gobernar por consenso y no por un liderazgo iluminado.
Ese ascenso de la izquierda al poder en Chile, cuando el golpe militar lo había provocado el extremismo, ya plantea algunas perplejidades. Primero, por esa capacidad demostrada para sobreponerse al rencor; es decir, cierta madurez, capaz incluso de preservar la fortaleza económica lograda por Pinochet. Ese es el mérito del consenso a que fue obligada esa izquierda, imponiendo de una vez un modelo constitucionalista, con uno de los índices más bajos en corrupción y pobreza. Véase con claridad que ni la Merkel [Alemania] ni Berlusconi [Italia] ni Zapatero [España] son menos presidentes que Barack Obama o Lula Da Silva, por más que sus títulos sean de primer ministro. En cambio, el modelo chileno de Concertación obligó a la negociación efectiva, esquivando las crisis de gobierno.
Por otra parte, y siguiendo los esquemas modélicos, si la izquierda tiende a repartir el dinero que hace la derecha, luego de veinte años de programas sociales ya se impone volver a privilegiar la empresa privada. Esa quizás sea la esperanza que representa Sebastián Piñera en Chile, aunque el estrecho margen de la preferencia corra el riesgo de ideologizar demasiado los enfrentamientos. Cosas para ver, que después de todo el Sur existe, y a veces también enseña.