por Antonio Ramos Zúñiga
Es una opinión frecuente, incluso entre sabiondos académicos y pitonisos políticos, que Cuba no tiene futuro. Se alega que medio siglo de defenestración económica y antidesarrollo comunista, una impagable deuda externa, el hecho de haber perdido a la emblemática industria azucarera –“sin azúcar no hay país”—, así como quedar a la zaga respecto a la competencia capitalista mundial y los avances tecnológicos, serían barreras insorteables. ¡Es tan superficial hablar así!
¿Qué le espera a un país donde la ingeniería social ha creado un modelo de bajísima productividad con estructuras económicas disfuncionales y obsoletas? ¿Cómo revertir un proceso de desgaste que ha pasado por la traumatizante evolución de la dependencia con países quebrados, como la Unión Soviética y Europa del Este, y ahora con la Venezuela de Chávez?
¿Qué pasará cuando un pueblo acostumbrado al modus vivendi de vegetar y querer emigrar, donde un médico para sobrevivir prefiere ser taxista, tenga que asumir las responsabilidades de un radical cambio de vida con la instauración de una sociedad capitalista?
Y aquí viene el dilema: ¿Qué seremos en el futuro, Taiwán o una factoría tercermundista? Bueno, lo del tercermundismo nadie nos lo quita, por ahora. Pero es atrevido hablar de que no habría futuro (por futuro, léase país moderno, globalizado y rentable, sin dudas un “país posible” que ya nos antecedió).
Básicamente, la modernización de Cuba sería factible por la misma razón que los países ex-comunistas lo lograron: la conversión al capitalismo es la primera cura de la anemia y trae consigo un apalancamiento de todos los estímulos necesarios para salir de la inercia: libertad de empresa, inversión capitalista, negocios particulares, reactivación de la clase obrera… De nuevo los taxistas querrán ser médicos para ganar buen dinero.
Nadie sabe el tiempo que llevará la transformación cubana, pues es un proceso que alinea cuestiones complicadas, políticas y sociales. Está claro que sólo un consenso político de todas las variantes interesadas en el poder garantizaría la estabilidad requerida para que el país pueda atraer capitales extranjeros y potenciar sus propias capacidades. Se habla de la posible interferencia del neocastrismo o post-castrismo, pero es más probable que el capitalismo renaciente y la interconectividad globalizada se impongan sobre los “ismos” y “neo” trasnochados.
Cuba, en su actual esquema político, incluso ha probado el capitalismo: las empresas mixtas. Y las masas sobreviven de la economía “maceta” y “mula”, que es el negocio informal y clandestino de oferta y demanda. El problema de que la mayoría de los cubanos estén atrás en internet, celulares y televisión digital, es fácil de resolver con un cambio.
Sin dudas, el anunciado “Plan Marshall” de los exiliados cubano-americanos, más el interés de los inversionistas norteamericanos, serían como el maná para la depauperada economía cubana. Más que favorable comercialmente es la cercanía de la Isla a Estados Unidos y la ya hermanada relación Cuba-Miami, que hasta en nuestros días da dinero por toneladas al régimen castrista.
Cuba se convertiría en la meca del turismo caribeño. En un contexto de leyes que favorezcan la iniciativa privada, la Isla tiene muchos rubros que ofrecer: artesanías, productos agrícolas, níquel, oferta inmobiliaria, servicios de salud, puertos y aeropuertos, zonas francas de comercio, diversión, playas, cultura. Se reactivaría la industria azucarera, y el autoconsumo petrolero se haría realidad. Existe además un capital muy apreciable para el capitalismo: millones de cubanos graduados universitarios que sueñan con ser dueños de sus empresas.
Muchos de esos renglones minimizados se dedican hoy a la exportación, pero en el futuro serán parte del mercado interno cubano, como es natural en otros países. Una Cuba abierta al mundo no podría ser jamás una Cuba sin futuro. Tampoco seríamos una factoría ni una maquila porque no lo permitirían los cubanos. Si el país se convirtiera, por ejemplo, en monocultivador o en plataforma industrial de una potencia, no habría futuro.
Tampoco Cuba será un Taiwán o un Vietnam, ni habrá un modelo chino o puertorriqueño, ni un socialismo del siglo XXI. Los cambios que ocurran no tendrán equivalentes. Genéticamente, el pueblo cubano nunca quiere parecerse a nadie. Mejor pensar que los cubanos quieren ser libres y prósperos, a su modo. A aquellos que no ven el futuro, les recuerdo que el futuro no se ve: se hace, y con luz larga.