por Carlos Alberto Montaner
José Martí fue un espíritu tremendamente religioso. La espina dorsal de toda creencia religiosa es gemela a la que sustentaba la cosmología del cubano: un orden universal, del cual el hombre es centro y al que ese hombre le debe cierto tipo especial de comportamiento. Por otra parte, al suponer que el humano es el centro de la creación, Martí le confiere trascendencia; y al cabo, no es difícil hacerlo, recipiente de algo que le sobreviva, es decir, un alma inmortal. Hay un orden universal que obedece a Dios –del cual nunca Martí parece dudar–; hay un hombre trascendente; ese hombre tiene un alma; y ese hombre, para conjugarse adecuadamente con el resto de la creación, está obligado a cierta conducta.
¿Se puede concebir un espíritu más religioso? ¿Le falta a Martí algún requisito para que podamos llamarlo “espíritu religioso”? Ni siquiera le falta la militancia religiosa, pero de eso podemos hablar en otros papeles, porque se trata de una militancia sui géneris, especialísima.
Martí era profundamente cristiano. Pero era cristiano en el único sentido que le permitía su estructura mental: era cristiano en un plano puramente ético. Mejor aún: sus valores éticos enraizaban –no podía ser de otro modo– en el cristianismo. El perdón, la renuncia a la vanidad, el compromiso con la suerte de los humildes y, por sobre todo, el amor, eran una funda a la medida para la concepción martiana de la existencia.
¿Por qué renunció a su confesión católica? ¿Por qué no militó en el protestantismo? No fue, como dicen algunos, por su incapacidad para transigir con los dogmas, porque a su manera, como todo el que tiene y sostiene creencias al margen de la razón, Martí fue dogmático. Si creía en la existencia de Dios, en la trascendencia del hombre y en la supervivencia del alma, creía en todo lo fundamental; el resto, claro, es accesorio. Si abandonó el catolicismo desde muy joven y luego no se adhirió al protestantismo –excluyo otras religiones porque nunca serían una opción razonable dentro de la circunstancia martiana–, fue porque las iglesias cristianas organizadas se habían alejado precisamente de la ética del cristianismo. Es un evidente hecho histórico que la oficialización del cristianismo por Roma, en el siglo IV, inició una gradual ruptura entre la sencilla ética cristiana y la propia estructura de la Iglesia que dura hasta nuestros días, aunque es de justos señalar los crecientes esfuerzos que desde 1891, año de la promulgación de Rerum Novarum, hace la Iglesia por reencontrar sus raíces.
Todos los reproches que Martí le hace al catolicismo se impulsan en las contradicciones de la propia Iglesia. Hubiera podido ser católico o protestante, hubiera podido militar en una iglesia organizada, si la organización no pugnara con sus valores éticos. Martí acudió a la cita con la cavidad religiosa, lista para ser satisfecha. El catolicismo o el protestantismo faltaron, pero acertó a pasar a otra religión que cuadraba a sus objetivos: el patriotismo.