
Sus deseos inconfesables siempre llegaban con retraso. Siempre alguien se le adelantaba, abandonándolo a una única posibilidad: Invertir el orden de los factores para desbaratar el producto de su deseo, o de su deseo retrasado. Esta vez, el escritor C apenas se dio por aludido, así que el escritor P decidió que ya era hora de pararle las patas. Primero, intentando el recurso fácil de tirarle piedras y esconder la mano. Luego, aguardando el momento más adecuado para saltar a su garganta y romperle la yugular de un certero mordisco. A fin de cuentas, ¿no decían que él, el escritor P, era “un perro”? ¿Por qué no serlo entonces salvajemente?
Muerto el perro, concluiría tiempo después el escritor C, se acabó la rabia.
Salvajemente, salvajemente, salvajemente…