por Ignacio T. Granados
Entre nuestros chismes de portal —que gracias a Dios ya no son de pasillo— resalta la acusación de arrogancia que esgrimen los escritores y artistas unos contra otros a la hora de la crítica. Aludiendo a una actitud, la afirmación es moral y terminante, esto es, no se presta a la discusión, sólo admite ratificación, justificaciones o exoneración.
Quizás el problema parta del estado mismo de la crítica, en su esfuerzo por integrar un gremio supuestamente intelectual al que todos, por demás, tendríamos derecho inalienable, igual que los nacidos al calor de la revolución francesa. Es decir, de algún modo el problema seguiría respondiendo a ese igualitarismo de la política cultural cubana que, obligando a doctores y arquitectos a compartir vecindad, los exponía a la hipersensibilidad de quienes se sienten venidos a menos en sus derechos.
Se trata de un problema que suele terminar como en el cortometraje Utopía, aunque sea de modo sublimado y virtual; esto es, en la obstinación de quien cree que camina terrenos firmes y no sabe que se trata de arenas movedizas, que es lo que resulta la cultura como naturaleza. Es absurdo pensar que alguien escribe para sí mismo, pero también es absurdo que alguien se someta al escrutinio simplista de quien sólo se hace el interesante. En ese sentido, existe el que, no encontrando sentido en el ejercicio mismo, le atribuye funciones sociales y políticas que desnaturalizan el objeto, al diluirlo en falsos intereses pedagógicos o de liderazgo y opinión.
El estado de la crítica y su seriedad responderían a los intereses que la mueven, decepcionantes en muchos casos por esa pretensión de falsa tabula rasa, el igualitarismo incómodo y banal que en verdad esconde un anhelo de preponderancia. No es que alguien sea mejor que otro, sino que sólo e inevitablemente son diferentes; y cuando alguno no acepta la diferencia, ese sería el que la postula como superioridad inaceptable, y también sería ese su problema.