por José Luis Sito
Hay que leer dos textos, uno de Eduardo Galeano y otro de José Saramago, publicados en el País Semanal, la revista dominical del periódico El País, el pasado 7 de enero de 2010. Es una lectura muy instructiva para comprender la miseria intelectual que domina ciertas cabezas pensantes. Ejemplos innobles de la instrumentalización y de la explotación con fines políticos de una catástrofe natural que ha causado la muerte de quizás 200.000 personas en Haití.
Lo que escriben, o mejor dicho, lo que fantasean estos dos fantasiosos de la pluma histérico-anticapitalista, antiimperialista y anti-burguesa, está tan cargado de esnobismos ideologizados y pasiones politizadas que podemos preguntarnos cómo pueden dos ilustrísimos escritores, uno de ellos novelizado, tener el aplomo y el descaro, la desfachatez, de publicar tales explotaciones políticas de la miseria humana. Es algo vergonzoso.
La primera frase en sacar sus afiladas garras ideológicas es la que termina el primer párrafo: “Las dijo [las palabras citadas] un oficial superior del ejército, expoliado de esta manera de su haber, como sucede tantas veces, en favor de alguien más poderoso”. Es un ejemplo de lo que en el texto de Saramago aparece como una simplista carga semántico-ideológica, un binarismo que opone aquí, como en todas partes, a los poderosos contra “lo más ínfimo de la escala social”, los ricos contra “los no-seres”. Son las propias palabras de Saramago, que compara a una persona pobre con un no-ser.
Según él, “los barrios ricos, comparados con el resto de la ciudad de Puerto Príncipe, fueron poco afectados por el sismo”, y no da explicación alguna sobre tan tajante afirmación. Pero no solamente “los ricos” salvaron sus vidas y sus bienes inexplicadamente, sino que además Saramago pretende --con acentos que no logran esconder su odio— que “no hay noticia de que un solo haitiano rico haya abierto sus bolsas o aliviado sus cuentas bancarias para socorrer a los siniestrados”. Una acusación infame que no reposa sobre veracidad alguna, pura retórica. Pero no se conforma con estos ataques de clase, injustificados y embusteros, necesita más saña, y termina el párrafo: “El corazón del rico es la llave de su caja fuerte”.
Para rematar, nuestro novelizado socialo-fantasioso termina comparando lo ocurrido en Haití con las catástrofes producidas por el hombre. Compara el terremoto con el calentamiento global en una amalgama que induce ambigüedad y tiende a confundir; así, el terremoto de Haití, de cierto modo, es un producto capitalista. No faltan ni siquiera los tonos colonialistas para terminar la pintura político-ideológica.
Es la diferencia entre el sofista y el pensador. El sofista utiliza cualquier bajeza para sus fines últimos, explota cualquier situación para dominar los espíritus, le expolia al lector la capacidad de pensamiento y de crítica, impidiéndole con sus manipulaciones retóricas y sus trucos semánticos, tan bien aprendidos, pensar por sí mismo, formarse una opinión.
En el mundo miserablemente espectacular que vivimos no es de extrañar lo que leemos. El espectáculo de la miseria ajena siempre hace vender periódicos y permite a las “almas nobles”, como Saramago, crecer como la mala hierba.
No les hablo del texto de Galeano, acmé de la mala fe y de la propaganda, que termina apoteósica y enfáticamente: “Las tropas norteamericanas han regresado, traídas por el terremoto, y sobre las ruinas ejercen el poder absoluto”. Lo que hubiera sido noble para Saramago y Galeano es que las tropas de los actuales dictadores cubano y venezolano hubiesen tomado por asalto la isla martirizada.
Hay que aprovechar todo lo que se presenta, hasta los terremotos. ¡Seamos oportunistas! El comunismo, el socialismo, la izquierda, lo exigen. ¡El bien de la humanidad lo exige! ¡Y el bien somos nosotros! ¡Solamente nosotros! Todos los demás son enemigos de clase.