por Armando Añel
Si algo caracteriza a los regímenes de raíz izquierdista es su casi religioso apego a la simbología. La izquierda, comúnmente postrada ante los altares de la imagen y el discurso, desdeña con frecuencia aquellos hechos que no se ajustan a su particular interpretación de la realidad. En el caso del castrista, un régimen cuyas obsesiones y comportamientos reproducen, llevándolas al extremo, las señas de identidad antes señaladas, la simbología juega un papel determinante. De ahí que sea sumamente complicado para el castrismo, por ejemplo, reprimir a las Damas de Blanco, mujeres enfundadas en una simbología de la pureza que, para colmo, no se arruga ante los demonios de la represión sueltos en Cuba.
Son mujeres, visten de blanco, portan flores, enfrentan al Goliat del totalitarismo e insisten en un mensaje pacifista e inequívoco: sus esposos, padres e hijos llevan ya siete años tras las rejas sólo por pensar, organizarse y escribir al margen de la ideología oficial en Cuba, y es preciso que los liberen. Cuando el régimen toma la decisión de reprimirlas, como acaba de suceder en Párraga, en la periferia habanera, lo hace meticulosamente: escoge para la labor a un grupo de mujeres oficiales e incluso rodea a las valientes con una turba compuesta también, cómo no, por brigadistas de respuesta rápida… femenina. Mujeres en las que no hay rastro de delicadeza –o al menos pocos pueden seguir ese rastro—, dispuestas a poner el blanco tras las rejas luego de golpearlo y arrastrarlo hacia un autobús policial.
En cualquier caso, al Minotauro castrista le resulta extremadamente difícil devorar a las Damas de Blanco: vaga por los pasillos de su laberinto regurgitando adrenalina, pero no se decide a hincar el diente. Lo frenan el escaso sentido común que todavía le resta más su casi religiosa tendencia a postrarse ante el altar de la simbología, a respetar ciegamente las reglas del juego de la simbología. Pero ojo: por estos días el raulismo ha dado suficientes muestras de que con fuego no se juega, de que con la tiranía del terror no se juega. El laberinto puede perderle la cabeza al Minotauro, como este último aquelarre de Párraga insinúa.