por Armando Añel
De pequeño, entre las cuatro esquinas del barrio, jugábamos al ladrón y el policía. Los ladrones nos escabullíamos y los policías los perseguíamos entre la urdimbre de viejos Cadillacs flotantes, solares desmoronándose, charcos pútridos, escaleras que daban al vacío, perímetros en los que florecía, como jardín en primavera, la miseria cotidiana.
Un juego reproducido años después, aunque grotescamente, por la policía del pensamiento castrista.
En el juego que juega el castrismo, y que ya se extiende por más de medio siglo, todos aquellos que no comulgan con sus ideas, con su “pensamiento”, son ladrones. Mercenarios. Delincuentes. Escoria pura y dura.
Qué casualidad. Un hombre se inmola en una huelga de hambre, en defensa de sus derechos y los de sus compatriotas –Orlando Zapata—, y resulta que es un delincuente (el ladrón). Inmediatamente, el régimen le fabrica un expediente delictivo.
Qué casualidad. Un hombre pretende inmolarse en una huelga de hambre, en defensa de sus derechos y los de sus compatriotas –Guillermo Fariñas—, y resulta que también es un delincuente (el ladrón). Inmediatamente, el régimen le fabrica un expediente delictivo.
Qué casualidad. La disidencia en pleno, la oposición, los periodistas independientes, hasta los blogueros alternativos, en Cuba son mercenarios y delincuentes. Ladrones.
Un país donde quien no sea policía como por arte de magia se convierte en ladrón. Mientras el verdadero ladrón, con medio siglo de delincuencia en sus alforjas, ejerce de policía. Ladrón de libertad. Ladrón de sueños. Ladrón de vidas.
En el juego que ya no es juego. En la vida que se le va a los cubanos tras las rejas de la cárcel en que ha convertido a Cuba el policía.