por Denis Fortún
--¡Oiga, señor…!
Cabrerita me indica con un ligero movimiento de cabeza a una mujer que está gritando a través de una pequeña abertura en el cristal, a la salida de aduanas, en la Terminal E. Sonriendo me le acerco, y del otro lado, por la misma abertura, le pido amablemente que me cuente lo que le sucede, por qué está vociferando de esa forma.
--Ay, señor… es que no sé lo que pasa con mi hijo. Llevo horas esperando a que salga y no lo veo.
--¿Viene de Cuba? --le pregunto sabiendo de antemano la respuesta.
--¡Sí!- me contesta entusiasmada, y luego agrega:-- Y para quedarse. Nosotros lo reclamamos… --y me señala a un señor, evidentemente disgustado, que supongo es el esposo.
--Mire, señora --le explico--, el trámite de inmigración, además de riguroso, toma mucho tiempo. No importa de dónde venga. Puede durar hasta siete horas, más cuando su hijo llega para establecerse definitivamente.
--Ay, señor… --me dice desconsolada--, nosotros ya llevamos en esto más de cinco horas… ¿Verdad, viejo?
El “viejo” no articula palabra. Me mira como si les estuviese mintiendo. La señora vuelve a preguntarme:
--¿Y por qué pasa eso?
Apenas si consigo aclarar sus dudas: El “viejo” me interrumpe, gritando casi, en lo que agarra a su mujer por el brazo para separarla del cristal.
--¡Chica, eso pasa donde quiera que vayamos! Siempre estamos jodíos, y nos tratan como a perros…
De la serie Crónicas del Aeropuerto