por José Luis Sito
El jueves 11 de marzo el chileno Sebastián Piñera tomaba posesión del cargo presidencial. Un cambio de trayectoria política en el país andino, un acto ejemplar de democracia donde los ciudadanos nombran libremente a sus gobernantes y los gobernantes son solamente los representantes transitorios del poder ejecutivo. Al mismo tiempo, la tierra temblaba de nuevo en Chile, pero sólo como réplicas de menor intensidad al enorme sismo del 27 de febrero.
Siete jefes de Estado sudamericanos participaron en la temblorosa ceremonia de investidura: Cristina Kirchner, Álvaro Uribe, Rafael Correa, Fernando Lugo, Evo Morales, José Mujica y Alan García. El brasileño Lula, unos días antes se mostraba en Chile en compañía de Michelle Bachelet, socialista, pero no asistió a la ceremonia del nuevo presidente Sebastián Piñera, de derechas. El venezolano Chávez, por razones ideológicas igualmente discriminatorias, ya había dado a conocer su decisión con anterioridad, declarando con su sutileza habitual que la victoria del chileno era una “victoria de mierda”. Sólo faltaron, qué casualidad, estos dos amigos de los hermanos Castro.
A diferencia de los terremotos de la naturaleza, que derrumban y destruyen al instante, los terremotos políticos --ya sean golpes de Estado reivindicados o golpes de Estado disfrazados de revolución— generan ruinas y destrucciones meses o años después. El enorme y maléfico sismo del 1 de enero de 1959, con epicentro en Cuba, arrancó con sus desastres al año siguiente, extendiendo la onda de su devastación a todo el continente latinoamericano. Fueron decenios de violencia y de odio, de exterminación del enemigo y de pandillas guerrilleras liquidando sistemáticamente cualquier forma de paz, de libertad y de democracia. El sismo cubano ha sido la gran catástrofe de Latinoamérica.
La ausencia en la investidura chilena de Lula y Chávez, los dos principales amigos y cómplices de los catastróficos hermanos Castro, puede ser considerada como el anuncio de un nuevo amanecer para la región latinoamericana. Estamos asistiendo al agotamiento y aislamiento del castrismo y de su semejante chavista, a las últimas réplicas violentas y devastadoras de la ideología socialo-castrista, y al fin de la falsificación “revolucionaria” cubana.
La mayoría de los movimientos de izquierda de los países latinoamericanos han comprendido por fin lo que significa hacer temblar las bases del Estado de Derecho y las consecuencias trágicas que conlleva; los de derecha han rechazado por fin cualquier intento de desplazar las placas democráticas, sabiendo de las destrucciones que ello implica.
El contexto de la investidura presidencial chilena puede indicar que los sismos políticos, con sus derrumbes, ruinas y desestabilizaciones, han terminado en Latinoamérica. De aquel sismo “revolucionario” de 1959 sólo sobreviven unas siniestras réplicas decrépitas, agonizantes. Quedan las catástrofes naturales, las únicas que el hombre no puede impedir.
La tierra continúa temblando, pero los presidentes cambian y Latinoamérica ya no tiembla.