por Guillermo Fariñas
Entre los días 20 y 21 de mayo de 2005 se celebró la Asamblea Para Promover la Sociedad Civil en Cuba. El evento tuvo gran cobertura de los medios de prensa internacionales y asistieron cerca de 170 disidentes. Participaron unas 250 personas más entre periodistas y diplomáticos, mientras que a otra cifra similar la Seguridad del Estado le impidió arribar.
En respuesta, el régimen reactivó las Brigadas de Respuesta Rápida. Ya el 13 de julio de ese año, un grupo de opositores pacíficos soportó una golpiza en pleno malecón de La Habana. Otro incidente similar ocurrió a los que trataron de protestar ante la embajada de Francia en Cuba, por no estar de acuerdo con la política cómplice de la Unión Europea.
El 26 de julio del 2005, en su tradicional discurso, el propio Fidel Castro les otorgó una patente de corso a los violentos porristas. A partir de aquí los temidos Actos de Repudio se fueron generalizando por toda la Isla, creando un sentimiento de miedo e indefensión dentro de los demócratas. Pero sobre todo entre la aterrada ciudadanía --aparentemente al margen de la política—, que observaba con indignación y miedo las palizas contra los opositores pacíficos.
En las actividades de violencia contra la oposición pacifista están involucrados muchos nacionales que laboran en las áreas de manejo de divisas convertibles (empleados de las tiendas y cadenas hoteleras, de los almacenes suministradores y hasta miembros de la Aduana General de la República). Todos famosos por sus corruptelas, o sea, los cubanos que más roban al Estado y por tanto los que más tienen que perder.
Asimismo, acuden a estas actividades, como militantes de la porra castrista, jubilados de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana, quienes son extorsionados por la Dirección de Emigración y Extranjería del Ministerio del Interior. Se dejan chantajear ante la posibilidad de que no les otorguen las Tarjetas Blancas o permisos de salida del país para visitar a sus familiares residentes en el exterior.
Existen los que se dedican a apalear, por envidia, a los que ya perdieron el terror que a ellos todavía les embarga. El único mecanismo de defensa al que se aferran, enfermizamente, es a la catarsis animal, con la aplicación de la fuerza incluida. Una conducta que nos da una medida del daño psicológico presente dentro de la sociedad cubana, donde la población se calla lo que piensa para sobrevivir.
La coacción también es usada contra los miembros de los Comités de Defensa de la Revolución. La Policía Nacional Revolucionaria los amenaza con que sus negocios ilícitos tolerados, constantemente llamados por el propio aparato de propaganda socialista “Ilegalidades Sociales en el Barrio”, podrían ser desmantelados en cualquier momento si no hacen patente el uso de la fuerza física contra los adversos a Castro.
Sin embargo, los que usan su impunidad para patear a quienes se atreven a alzar sus voces contra el totalitarismo, paradójicamente también tienen mucho miedo. Temen quedarse al margen de las migajas materiales que el régimen les otorga y se ven compulsados a realizar estos actos, que sus propias conciencias rechazan por antiéticos y, sobre todo, debido a que la historia ha demostrado muchas veces que la impunidad de hoy se cobra mañana.
Pero los que forman parte de este segmento se identifican por su valentía gregaria. Manifiestan su valor, indignación y repudio hacia sus pacíficos antagonistas sólo cuando les dan orientaciones de arriba y siempre al recaudo de una mayoría cuantitativa en relación a los golpeados. Eso los convierte en unos cobardes individuales transformados en valientes grupales.
Cortesía Ediciones El Cambio