por José Luis Sito
En tiempos en que la memoria es dramáticamente rechazada o reprimida, hay que recordar la resistencia heroica y los sacrificios pasados de una Isla. Cuando todos lucían grandes sonrisas y ondeaban aliviados la bandera jubilosa del triunfo, un hombre se atrevió a desmentir tanto regocijo. En septiembre de 1938, después de los acuerdos vergonzosos de Múnich por los cuales se abandonaba Checoslovaquia a los nazis, Winston Churchill pronunciaba la frase célebre que todos conocemos: “Podíais elegir entre la guerra y el deshonor. Elegisteis el deshonor, y tendréis la guerra”.
Dos años después, ya como Primer Ministro, Churchill prometía al pueblo inglés “sangre, sudor y lágrimas”. Fue con esa sangre, con ese sudor y con esas lágrimas que Inglaterra se salvó. Huir de las responsabilidades conduce al agravamiento de los conflictos y a la pérdida simultánea de la dignidad.
Contra la barbarie nazi de ayer no existía otra solución que la de resistir, luchar con coraje y determinación. Contra la barbarie castrista de hoy necesitamos el mismo honor, abnegación y valentía, para decirle la verdad al pueblo de Cuba y llevarlo por el camino de la libertad, sin miedo. Estar esperando cambios de la dictadura cubana, o que desaparezca como en un sueño, es seguir perdiendo la memoria.
La isla británica soportó tantos sacrificios en su lucha contra los nazis porque el pueblo inglés sabía por qué se sacrificaba. La esclavitud era su destino si hubiera capitulado. Hay que decirle la verdad al pueblo cubano: la libertad se conquista y supone muchas lágrimas. Esta triste y terrible realidad viene acompañada de una certeza y una convicción profundas: de esa resistencia activa y decidida surgirá la paz, la libertad y el bienestar para todos.
Vivimos una época de cínicos agnósticos que nos explican todos los días la inutilidad de la verdad --ya que la verdad, según ellos, es relativa y flotante—, que el progreso es un horror y una ilusión, que somos partículas insignificantes del universo, sin rumbo ni finalidad. La responsabilidad se ha diluido en una melaza pegajosa y uniforme donde todo vale, formando grumos de consenso fabricados artificialmente para mantener una paz que sólo es sinónimo de fatalidad y de resignación. Es así como pueblos enteros son conservados en la inercia, inmovilizados en la parálisis y anestesiados para que se callen.
Lula da Silva compara ciudadanos cubanos que nunca cometieron el menor delito con delincuentes de cárceles brasileñas; Joaquín Sabina, insidiosamente, asimila disidentes pacíficos con violentos y fanáticos yihadistas de Guantánamo. Los dos, y tantos como ellos, ignoran que los hermanos Castro desataron una guerra total, de una violencia inaudita, contra su propio pueblo. Se sigue especulando al infinito sobre la caída del régimen castrista o esperando su hipotética desaparición, mientras que, lentamente, caen en el olvido los Zapata que dieron su vida por la libertad. Nuestra época sólo consiguió desarmar los deseos de las almas nobles, de la elegancia moral, mientras armaba a los malos, los resentidos y los zopencos con un arsenal de viejas premisas y nuevas falsificaciones.
Un filósofo, Habermas –y no fue el único—, tomó la palabra para expresar su temor al rechazo de las ideas fundamentales de emancipación y de razón. Unas ideas que necesitan y necesitarán siempre que se luche por ellas (sin confundir esto con violencias pasadas que generan reacciones represivas y autoritarias).
Frente al desarme de las conciencias, de las voluntades, del espíritu de resistencia, cabe reafirmar la imperiosa necesidad de retomar el camino de la ética y la responsabilidad. Otra isla lo necesita hoy.