
“Yo también creo que me van a asesinar cada vez que llaman a la puerta”, le dijo Fela Sión e intentó disimular la pesadumbre. Cocinaba la primera vez que vinieron a matarla y fue tal la conmoción que desde entonces los espaguetis siempre le salieron amargos.
El Periodista le hizo una seña para que callara y se colocó expectante tras la puerta, empuñando la pistola Jericho 941 Baby Eagle y aguzando los sentidos. Ella imaginaba los nudillos dispuestos a golpear la madera pero calculó que el asesino no cometería el error de la primera vez, anunciando su presencia.
Un olor a chiquero inundó la estancia. El tiempo quedó suspendido, como pendiendo del hilo de luz moribunda que arrojaba la vela perfumada.
En una experiencia extracorporal, Fela Sión vio su nacimiento, su vida y también su muerte.
Nunca había temido a la muerte Fela Sión, por cuya supervivencia nadie apostaba cuando nació a orillas del Bósforo, de padres sefardíes, y la llamaron Salomón... Sin embargo, lloró, mamó, creció y tomó las riendas de su vida. Llevó la circuncisión a tal extremo que se hizo fabricar una vagina, se implantó un buen par de tetas y enterró el pasado como un pellejo de prepucio inservible.
Fela Sión arrastraba un sinfín de identidades, y hubo un tiempo en que cambiaba de piel por diversión y no huyéndole a esos que la perseguían sin clemencia. Su calvario (y nunca mejor dicho estando en Tierra Santa) comenzó merodeando en busca de clientes los muros medievales de Verona. Se llamaba Raffaella, Fela, Dora y era una rubia de infarto cuando conoció a Jasón. Jasón Cavalleiro. Un escritor de éxito que guardaba un secreto. Un secreto letal. En forma de libro. De códice.
El tiro la devolvió a la realidad. El pistolero tiraba a la cerradura y el Periodista tiraba del brazo de Fela Sión. A toda prisa la pareja se precipitó a la alcoba. Ya derribaba la puerta el matón cuando la antigua Fela Dora y el Periodista lograban escapar por la ventana. Saltaron un piso. Abajo los esperaba otro matón que comenzó a disparar tan pronto como adivinó la silueta de los fugitivos.
El conocimiento que tenía Fela Sión del edificio de estilo bauhaus donde habitaba les permitió colgarse, saltar, volver a trepar, saltar de nuevo e ir a parar a un callejón, a otro, y de ahí a la noche de luna llena de Tel Aviv.
Agitados, sudorosos, enamorados, terminaron en la playa, e hicieron el amor en la arena arropados por la sombra de la imponente mole de la vieja Jaffa.
Continuará