
Francia ha protagonizado un show digno de país tercermundista. Y la culpa no debiera recaer sobre los futbolistas sino sobre quienes, a sabiendas de que Domenech era rechazado por casi todo el mundo del fútbol desde hace años –por buena parte de la selección francesa, que es a fin de cuentas lo que cuenta—, que el ambiente a su alrededor estaba más que enrarecido y poniendo en perspectiva sus pobres resultados de cara a la cita mundialista, se empeñaron en mantenerlo en el puesto. La culpa es de la Federación Francesa de Fútbol en primera instancia. También de la ministra de Deportes, Roselyne Bachelot, particularmente corta de miras y quien este sábado, “sorpresivamente”, rompió la cadena por el eslabón más débil.
Porque la revolución francesa, desatada por sus jugadores este fin de semana, no es más que una revolución dentro de la revolución burocrática que ha hecho posible que un inepto del recorrido de Domenech continúe, tras su enésimo tropiezo, al frente de la selección. La culpa es de un Estado cuyo imaginario socialista genera considerables dosis de miopía y soberbia. Años han tenido para mover ficha. ¿Será posible que no hayan hallado un entrenador decente, capaz de llevar las riendas de la selección, en un país tan grande y viejo como Francia?