google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Fela Sión y el Códice Thamacun (II)

sábado, 26 de junio de 2010

Fela Sión y el Códice Thamacun (II)

por El Investigador de Nuevo Songo

--Atenas no es nada. Es la Acrópolis.

--Pero lo Acrópolis lo es todo. Es Atenas.

Ni el diálogo de turistas que conversaban animadamente en una taberna del barrio de Plaka, ni la necesidad de pescar al vuelo miradas de soslayo o sombras escurridizas, ni el polvo, ese jodido polvo blanco, milenario, que lo impregnaba todo, lograban que el Periodista dejara por un minuto de pensar en Fela Sión.

La última vez que la vio fue en un atardecer marciano en el que el sol era un disco incandescente clavado en la arena, y decidieron pasear en camellos hasta alcanzarlo. Un supuesto beduino --cómo no notó que tenía aspecto novosongolés— les había ofrecido el alquiler de sendos ejemplares a un precio sospechosamente bajo.

Ella subió con destreza a una camella mansa. Él, a un macho que parecía cansado. A los segundos de alzarse para emprender la marcha, la camella, inesperadamente, salió despavorida para internarse en el desierto y nunca más aparecer. ¿Estaría Fela muerta, muerta de sed, o asesinada? ¿Secuestrada? ¿Le había tendido a él una trampa? Porque poco sabía el Periodista de Fela Sión, más que lo que ella misma le había contado.

Fela Sión le aseguró que en sólo dos ocasiones se había enamorado de clientes. El primero de ellos le complicó la vida. El segundo le acarreó la muerte (si es que estaba muerta Fela Sión, que nada se sabía a ciencia cierta). El primero de los clientes fue Jasón, Jasón Cavalleiro, un escritor de éxito, el que le permitió conocer algunas verdades sobre el Códice Thamacun.

En busca de esas verdades reveladas por Jasón fue que partieron al desierto de Judea, y se internaron en el Valle de Qumran. “Estos secretos podrán ser tu redención, pero también tu caída. Depende de si los usas con tino y con mesura”, le había dicho el escritor, para luego explicarle: “El desierto de Qumran no sólo escondía los rollos del Mar Muerto. Esa es la punta del iceberg. Esas arenas son la biblioteca universal, la gran reserva de sabiduría de la Humanidad. Las arenas de Judea atesoran los secretos de la Biblioteca de Alejandría y más todavía... (hizo una pausa, se volvió grave, bajó la voz)... el Códice Thamacun”.

Al notar la lividez de Fela Sión calló, y al rato dijo: “Sólo recuerda un nombre: Anakantra. Guarda en tu memoria un número: 38”. A la mañana siguiente Cavalleiro ya no estaba. Se había esfumado (unos decían que había sido asesinado; otros, que vivía refugiado en Nuevo Songo; muchos que en Miami, pero nadie sabía a ciencia cierta).

Hasta el día en que se le amargaron los espaguetis, Fela Sión creyó poder convivir con su secreto. La primera vez que intentaron matarla supo que su vida había cambiado para siempre y decidió la huída; una huída hacia adelante, una marcha hacia el encuentro de su otra mitad, porque sola no podía. Nunca hasta entonces había flaqueado Fela Sión.

Cuando conoció al Periodista en el burdel de Tel Aviv y se enteró de que andaba detrás de la pista de una puta iluminada, comenzó a creer en el destino. Supo que ese era el hombre que estaba esperando. Le reveló el secreto. Se hicieron amantes y los amantes, como los lobos, siempre aúllan a la luna. Y las claves se las dio la luna.

“Es 38 millones de kilómetros cuadrados el área de superficie de la luna. Es 380.000 el radio de su órbita”, comentó él. “El nombre de Qumran se deriva de Kamer, que en árabe significa Luna”, trenzó ella. Y ambos supieron que tenían que buscar a Anakantra en ese valle.

Ahora, la luna ateniense otra vez le devolvía al Periodista la imagen bruñida de Teseo. “Todo encaja”, sonrió, pero se llenó de tristeza al pensar en Fela Sión, y dejó la taberna. Contempló el Partenón coronando la colina de la Acrópolis, y se puso en marcha. Caminó, nada pensó. Nada vio, sino calles. Calles. Nada sino calles. Polvo. Y ruido. Y un olivo solo. Y encima la colina de espuma y su corona de mármol.

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