
Miraba la luna, que le devolvía un retrato bruñido de Teseo. Pensaba que con la muerte de Inga algo se había perdido para siempre. Y oía un ruido de lanzas, resonancias desde la luna llena, voces de otro tiempo que le hablaban de una ciudadela eterna, de un laberinto, de una pelea.
Eran muchas las preguntas que quedaron sepultadas con el entierro de Inga la Vikinga en el cementerio nórdico de Port La Maya, al que por miedo no asistió nadie salvo el Periodista y, a duras penas, el enterrador.
Gracias a ella, el Periodista conoció algunas claves del Códice Thamacun. El Códice recogía unas verdades muy antiguas procedentes del origen mismo de las civilizaciones. Pero el enigma se hacía más y más profundo, como tenazas perforando la herida.
¿Era el Códice la “precuela” del Hecho? ¿Por qué se lo habían llevado a Nuevo Songo desde ese otro islote conocido como La Playa? ¿Era un intento de desmitificación del Hecho mediante el ejercicio burdo del choteo? ¿Una cortina de humo? ¿Una broma? ¿Era la huída un salto adelante o una fuga hacia el pasado? ¿Era Nuevo Songo real o un simple engaño de los sentidos? ¿Ese islote que tenía delante lo estaba imaginando? ¿Soñaba? ¿Deliraba?
Sentía que Inga-Ariadna le había lanzado un ovillo y él, Teseo-Periodista, debía derrotar espada en mano al Minotauro. Para agarrar al toro por los cuernos decidió hacerse matador; entrar a Knosos, que era en este caso el Palacio de la Reina Leididí. ¿No estaría escondido entre esas paredes el Códice?
Entraba al Palacio. Sobre columnas, un Triángulo recurrente. Empujaba puertas… ¿o eran paredes que en vez de ladrillos estaban formadas por libros? Eran libros, compendio de la sabiduría universal, que formaba paredes y más paredes que eran libros y más libros. Un laberinto. Un laberinto hecho de brumas que no tenía principio o fin.
Ahí comenzó la opresión en el pecho, la asfixia, la cornada. Ahí comenzó a morir. Le faltaba al aire, no respiraba. No podía vivir. Moría, se moría. El minotauro se le echaba encima y él luchaba, mataba, moría. Renacía. “¿Cuál es la carta de marear de los mitos?”, se preguntó en el momento preciso de uno de los renacimientos.
Y ahí fue que descubrió un gran secreto: Teseo no tiene por qué derrocar al Minotauro porque los mitos se reescriben cada día en su ciclo preciso de 24 horas, y precisamente porque son ciclos vivos de sol y de luna se repiten con precisión de relojero. Era esa la maldición de Teseo: tener cada día que matar. Era esa la maldición del Minotauro: tener cada día que morir. Pero matar sabiendo que podría morir, y morir sabiendo que podría matar.
Y creó un Universo, al que luego fueron migrando criaturas, faunos, dioses, semidioses, putas, vírgenes, seres alados, Sanjórgenes y dragones.
Y entonces, sin saber que lo era, descubrió el adagio: Love is an explosion. Love is the fire at the end of the world. Love is a violent star. A tide of destruction.
...
Sobresaltado, el Periodista despertó y recordó que la noche anterior había ido a parar a un prostíbulo de Tel Aviv. El triángulo recurrente en el Palacio de Leididí era la representación de la vagina: la sabiduría más antigua, la profesión más antigua, en la tierra más antigua. Estaba claro. Vio durmiendo a su lado a Raffaella, Fela, Sión. La sabiduría de la puta con que había estado la noche entera lo golpeó en la cara, y supo que ella tenía las claves. Vio en la pared, agitado, el Mediterráneo, como un cuadro en la ventana.
Estaba, se sentía, seguro. Respiró.
Continuará