por Armando Añel
El vedetismo es tradición en Cuba. Y en esa tradición, a nivel político, Fidel Castro no tiene contrincante. De ahí que su ausencia en el principal acto conmemorativo de este 26 de julio, tras una semana de ajetreo mediático durante la que incluso visitó un acuario, dispare la curiosidad y alimente las expectativas de los medios, particularmente en el exilio.
¿Y si no se trata más que de un nuevo exabrupto de la vedette, dolida ante el creciente ninguneo al que la somete su entorno? ¿O si, por el contrario, estamos ante una nueva maniobra de la vedette, que no se deja ver en el instante preciso precisamente para que se hable todavía más de ella, para que no se hable tanto de lo que ella no quiere que se hable? ¿O si se trata de una mezcla de todo ello?
Y es que el vedetismo constituye también, entre las elites cubanas, una forma de expresión artística. No en balde cargan sobre sus hombros la herencia árabe y española, culturas en las que la autoestima personal --o la falta de autoestima— alcanza, a ratos, alturas desproporcionadas, y en las que la erótica de la representación juega un papel determinante.
La vedette precisa escenario, público y, sobre todo, considerable atención. Y cuando no los tiene puede recurrir a las cabriolas más insospechadas. Como expresión de su narcisismo enfermizo, o a remolque de una maniobra de distracción tramada en las altas instancias, la vedette pretende, una vez más, monopolizar las cámaras, la atención de los medios, los escritos de los escribas del exilio, entre los que este periodista –ahora mismo, mientras refrío este artículo— modestamente se incluye. Y que dejen de hablar ya de los prisioneros. Y uno cae una y otra vez en la trampa.
Agítese antes de usar. ¿Acaso no se trata de un circo, del mismo circo revuelto dentro del mismo pomo disuasorio?