La boca que besemos con pasión
tiene su flor y su marca en el firmamento,
mucho más honda
que las lanzas clavadas por los macedonios
a los ojos de los elefantes;
y la saliva de tu lengua
posee el arrojo y la picada del insecto
que todo preso siente
cuando lo llevan bajo los torrenciales aguaceros
de esos veranos indios, a veces soñados,
y donde el sudor y la ropa se pudren con facilidad.
Quien ha besado bocas sólo por picar
en los olores de la piel,
quien no ha visto esos labios hacia la deriva
donde la caída del agua y la cotidianidad los lavan,
pudiera no entenderlo:
la boca que besa como la flecha que atravesó envenenada
la armadura de Alejandro, sin detenerse,
sólo un beso así,
es capaz de verte en las heridas los designios
que ningún idioma extranjero entiende
y ninguna otra saliva cura.