google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Zoenaria la Griega y el Códice Thamacun

sábado, 3 de julio de 2010

Zoenaria la Griega y el Códice Thamacun

por el Investigador de Nuevo Songo

Estimado editor de Cuba Inglesa:

Tienen los griegos una palabra especial para el espíritu elusivo de la danza: kefi. Cada taberna a la que asisto cuenta con sus propios instrumentos, el arpa, la flauta, que puedo ver colgadas de los techos ancestrales, como novias que esperan ser amadas, siempre listas para entregarse a la caricia de una urgente e impredecible ocasion de kefi.

Fue en una vieja caverna de Jericó donde apareció una piedra que encontré en una tiendecilla de antigüedades de Jerusalén con la mención de Anakantra. Ese nombre, en el lenguaje olímpico, vedado a los hombres, quiere decir “mujer eterna”, según explicaba en griego antiguo la propia piedra.

Y entonces vine a estas tierras, pero la orgía de placeres mundanos casi me hace claudicar. Me explico: he conocido en estos lares a una matrona habitual de la symposia: Zoenaria Valdesiopolus, una contumaz adoratriz de Dionysos, el dios Baco, con la que libo el vino, degusto higos, aceitunas y pasteles de miel; con la que charlo recostado, polemizo y me dejo llevar por la efusión de los placeres. Es la symposia la medida de todas las indulgencias, y Zoenaria lo ha visto he inventado todo.

Ahora le escribo, editor, coronado de pámpanos y uva en racimo, mientras mi Ménade, arrebatada de delirio dionisiaco, tiene mi tirso en la mano y juega con él. Y lucho como Heracles contra el mítico león para poner orden a mis ideas y contarle, con la prisa de Hermes, lo que ha acontecido desde que, Ícaro, volé a estas tierras.

Vi a Grecia desde el aire, como la vería Hermes, el antiguo mensajeros de los dioses. Y luego vi a Grecia desde el mar, como la vería Poseidón. Lo primero que noté fue un hecho indiscutible: ésta es la tierra donde Anakantra, de perderse, habría que encontrarla. Desde el avión divisé un sol brillante refulgiendo sobre una costa tendida al sol, desplegada como una alhaja sobre un paño. Las casitas blanqueadas de cal que comenzaban a divisarse desde mi avión me recordaban demasiado una pintura cubista.

Bebiendo la refrescante retsina, observé la luna brillar sobre la Acrópolis mientras danzaba por las intrincadas calles de Plaka. Pero la desilusión era una dama hitita que me tomaba de la mano. Decepcionado por la falta de progresos en la pesquisa de Anakantra --la que guarda bajo siete llaves los secretos del Códice Thamacun— la conocí a ella, a Zoenaria, con esa piel olor olivo, esa ánfora voluminosa que es su cuerpo, y esa cadencia en el hablar que remeda el viento soplando entre los limoneros aromáticos de una noche de luna griega. Porno duro en la ciudadela de la lisonja. Eso me ofreció y casi claudiqué en la búsqueda del Códice.

Señor editor, siempre al romper el día yo me dedico a la contemplación del amanecer, y luego al lanzamiento de la jabalina, del disco, y a la invocación de los dioses auspiciosos que me han permitido estar aquí.

Fue la luna la que me hizo recordar que había llegado a estas tierras buscando a Anakantra. Fue ver la luna en los ojos de Zoenaria. Ella tenía en los ojos esa imagen bruñida de Teseo espada en mano y entonces supe que ella sabía, que ella sabía demasiado, y que era toda ella una trampa en forma voluptuosa de mujer. Cómo pude obviar en un inicio su aspecto de madama novosongolesa. Ella lo sabe todo, ella lo ha inventado todo, y por lo tanto no es recipiente de inocencia.

Si Arcmena, que era insobornable, aceptó de Zeus un vaso carquesio sin reparos, yo acepto, señor editor, una vez más la búsqueda del mito. Porque Grecia, editor, no es un país. Es una imagen. Porque Anakantra, señor editor, no es mujer. Es todo un mito.

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