
Concuerdo con aquellos que piensan que, a diferencia de los países del antiguo Bloque del Este, en los que la Unión Soviética avivaba, involuntariamente, un nacionalismo liberador, el caso cubano es inversamente proporcional: a los castristas y neo-castristas –que en definitiva son los que tienen voz y voto en Cuba— Estados Unidos les aviva un nacionalismo proteccionista. Si a ello añadimos la infraestructura represiva y el hecho de que la dictadura, tras más de cincuenta años de totalitarismo, ha engendrado un hombre nuevo relativista, políticamente analfabeto, vegetativo, cumbanchero –pero este último rasgo es ancestral—, incapaz de discrepar o romper abiertamente con el régimen, se entiende mejor por qué la bomba de tiempo de la libertad no explota todavía.
Pero yendo más allá. ¿No será precisamente la naturaleza hedónica del cubano uno de los principales elementos que dificultan, o retrasan, un accionar masivo contra la dictadura? Una conclusión paradójica de cara a la tesis según la cual la revolución fue traicionada porque, en lugar de asumir las esencias de lo cubano, se transformó en una burocracia al estilo soviético, represora y conservadora a más no poder.
Ahora sólo lo gozan los extranjeros, y la libertad brilla por su ausencia, pero llegará el día luminoso en que la Isla se abra al mundo y puedan disfrutarla, en igualdad de condiciones, los cubanos y sus visitantes. La gozadera ya viene llegando.