por I. Teodoro
“Si tan sólo regresara el periodista —pensaba el Duque—, entonces tendríamos un héroe frente al Obispo”. Y no es que él temiera al religioso, sino que su sabiduría política le aconsejaba mantenerse al margen de lo que a todas luces era un nuevo conflicto blogal. La verdad es que frente a la extraña e impredecible naturaleza del Obispo no podría ni Inga, aparte de que lo de su resurrección eran todavía rumores; y el prestigio del Duque residía en su parsimonia, inconmovible frente a las más duras provocaciones.
El único enfrentamiento que se le conocía era la legendaria Batalla de las Décimas, en la que se vio envuelto pese a su voluntad pacifista; y aún entonces su victoria había consistido en una estrategia de retirada, que le había valido el sobrenombre de El Digno. Sufrió una segunda encerrona en una apartada finca, en la que acostumbraban a vacacionar los intelectuales; era un reconocido centro turístico, regentado por un escritor que gustaba lucir su retórica confusa y oscura en áridos soliloquios, y a donde lo atrajo con la promesa de algún debate. Pero allí también se emboscaba el Troll, que amenazaba la paz del Reducto con sus provocaciones, y que también había desatado aquella otra Conflagración de las Décimas.
En eso estaba cuando una bandada blanca cruzando el cielo de Vindobona llamó su atención. Parecían las palomas de la reina, sólo que no venían de los palomares reales de Nuevo Songo sino del episcopado de Vindobona, y parecían volar a West Havana. Vino a su mente el nombre de Anonimón III, misteriosamente diluido en la personalidad de un Bibliotecario nacionalista; entonces lo comprendió todo: no eran las palomas reales, y ni siquiera eran palomas sino aquellos juguetes de papel que los niños gustaban de soltar al viento.
Estaba claro que el Obispo pretendía comunicarse con el Bibliotecario de Alejandría, que la amenaza se cernía sobre Vindobona y aún no regresaba el periodista. “Total —volvió a pensar el Duque—, tanto viajar tras un secreto que podía haberle enseñado la misma Inga”. Fue en ese momento que recuperó la calma, pues si bien era cierto que Inga había muerto para que no transmitiera el secreto, su resurrección brindaba nuevas esperanzas. Sólo hacía falta que regresara el periodista, y también era cierto que la reina había partido tras sus pasos en una misión secreta, a encontrarlo en Patmos. Todo encajaba, aunque no pareciera menos arduo; habría que confiar en la luz, y también en aquella extraña fortaleza con que la reina alimentaba el Reducto, su belleza (que fuera alimentada por el Manierista le aclaró las dudas sobre aquel plato que recién degustara). Ella le brindaba esperanzas, sólo le pedía que confiara.
“Si tan sólo regresara el periodista —pensaba el Duque—, entonces tendríamos un héroe frente al Obispo”. Y no es que él temiera al religioso, sino que su sabiduría política le aconsejaba mantenerse al margen de lo que a todas luces era un nuevo conflicto blogal. La verdad es que frente a la extraña e impredecible naturaleza del Obispo no podría ni Inga, aparte de que lo de su resurrección eran todavía rumores; y el prestigio del Duque residía en su parsimonia, inconmovible frente a las más duras provocaciones.
El único enfrentamiento que se le conocía era la legendaria Batalla de las Décimas, en la que se vio envuelto pese a su voluntad pacifista; y aún entonces su victoria había consistido en una estrategia de retirada, que le había valido el sobrenombre de El Digno. Sufrió una segunda encerrona en una apartada finca, en la que acostumbraban a vacacionar los intelectuales; era un reconocido centro turístico, regentado por un escritor que gustaba lucir su retórica confusa y oscura en áridos soliloquios, y a donde lo atrajo con la promesa de algún debate. Pero allí también se emboscaba el Troll, que amenazaba la paz del Reducto con sus provocaciones, y que también había desatado aquella otra Conflagración de las Décimas.
En eso estaba cuando una bandada blanca cruzando el cielo de Vindobona llamó su atención. Parecían las palomas de la reina, sólo que no venían de los palomares reales de Nuevo Songo sino del episcopado de Vindobona, y parecían volar a West Havana. Vino a su mente el nombre de Anonimón III, misteriosamente diluido en la personalidad de un Bibliotecario nacionalista; entonces lo comprendió todo: no eran las palomas reales, y ni siquiera eran palomas sino aquellos juguetes de papel que los niños gustaban de soltar al viento.
Estaba claro que el Obispo pretendía comunicarse con el Bibliotecario de Alejandría, que la amenaza se cernía sobre Vindobona y aún no regresaba el periodista. “Total —volvió a pensar el Duque—, tanto viajar tras un secreto que podía haberle enseñado la misma Inga”. Fue en ese momento que recuperó la calma, pues si bien era cierto que Inga había muerto para que no transmitiera el secreto, su resurrección brindaba nuevas esperanzas. Sólo hacía falta que regresara el periodista, y también era cierto que la reina había partido tras sus pasos en una misión secreta, a encontrarlo en Patmos. Todo encajaba, aunque no pareciera menos arduo; habría que confiar en la luz, y también en aquella extraña fortaleza con que la reina alimentaba el Reducto, su belleza (que fuera alimentada por el Manierista le aclaró las dudas sobre aquel plato que recién degustara). Ella le brindaba esperanzas, sólo le pedía que confiara.
Cortesía West Havana