google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Fidel Castro, el Tartufo impostor (II)

martes, 21 de septiembre de 2010

Fidel Castro, el Tartufo impostor (II)

por José Luis Sito

La última palabra de Derrida, en L’Ecriture et la différence, es monstruosidad. Indica que “cada vez que un acontecimiento se ha producido […] éste tomó la forma de lo inaceptable, hasta de lo intolerable, de lo incomprensible, es decir, una cierta forma de monstruosidad”.

En el caso del acontecimiento cubano de 1959, la monstruosidad avanzó enmascarada. Lo que se mostraba tan ostensiblemente, esa mostración que aparecía por primera vez, no era lo que parecía ni lo que pretendía ser.

Cuando Castro aparece en 1959, cuando se muestra, sale de su antro, su refugio, su escondite montañoso, cuando después de haber permanecido escondido y disimulado se expone al pueblo, lo hace bajo la forma de una aparición que bien pudiera parecerse a esas sobrenaturales de las vírgenes a personas incautas y crédulas.

Virgen era aquel mundo que comenzaba milagrosamente un primero de enero con la huida de Batista y el vacío del poder. El mundo de la inocencia del devenir, sin faltas ni pecados, sin origen, ofrecido a la inmediatez del primer recién llegado.

Su aparición, virginal, Castro la arranca instantáneamente como una ráfaga violenta que va extendiéndose por toda la isla. Comienza la carrera, veloz, brutal, sin medias tintas y sin rivales, para ocupar inmediata y constantemente todos los espacios y los espíritus, hasta excederse día y noche. En Sancti Spiritus, por ejemplo, aparece virginalmente a las dos de la mañana, como un ser sobrenatural, empuñando la palabra como una pistola, imponiendo su prepotencia y su altanería a un pueblo subyugado. Cuba será recorrida a su largo y a su ancho como una feria por un mercachifle, por un signo que se desvía de su función normal, por una monstruosidad de palabras y mostraciones.

Fanfarria, jactancia, fanfarronería, presunción, vanagloria, hinchazón, ampolla, serán los componentes de sus retóricas retorcidas: “Yo no he venido a los pueblos a hacer discursos, no he venido a los pueblos a hacer retórica, no he venido a los pueblos a impresionar a nadie”, dice el impostor en un discurso del 7 de enero de 1959 en Matanzas. ¿No es esto una enorme y burda denegación?

“La verdad es que yo llego”, grita Castro en un discurso, por decirlo de alguna forma, de Sancti Spiritus, el 6 de enero de 1959. “Yo llego”, dice, y prosigue más adelante: “Nosotros sólo queremos una cosa, sólo queremos poder siempre comparecer ante el pueblo, poder siempre comparecer ante la multitud, poder hablar con ella, rendirle cuenta de mis actos”. Es impresionante en esta frase, además de la mentira que revela, el lapsus, el brinco del “nosotros” al “mis”. “Mis actos”. O sea, la voltereta del plural al singular, lo que indica que en su discurso ese “nosotros” es en realidad un “nosotros” de majestad. Ese “nosotros” denuncia que se refiere majestuosamente a él. ¿Pero no es exactamente lo que gritaba al comienzo de su perorata, “yo llego”? El yo, majestuoso, impresionante, imponente, presuntuoso, presente hasta la náusea en todas su verborreas.

La principal tarea a la que se dedicó al salir de su escondite alpestre, fue la de ocupar la visibilidad total, un trabajo de mostración, de exhibición --fue la de promocionar su estatura, edificar su estatua, confeccionarse un nombre. La impostura es precisamente eso, un asunto de presencia, de prestancia, de imponencia, de compostura, de donaire, de garbo, de arrogancia, de altanería, de soberbia, de desdén, de jactancia, de chulería. El impostor se impone al pueblo con su aspecto, con un traje de falsificación, y debe tomar de inmediato una postura, una pose.

La palabra impostura, precisamente, procede del latino “positura” (postura) y sus derivados “ponere” (poner) e “inponere”, que viene a significar poner sobre, poner en, aplicar, asignar. ¿Pero cómo puede esta posición de “imponere” volverse en latino imperial una impostura, un engaño?

Nos lo aclara el autor latino Quintiliano citando una carta de Cicerón escrita a Brutus: “Nos hemos impuesto al pueblo y nos tomó por unos oradores”. Cicerón se impuso al pueblo, se sobre-impuso con su prestancia, su imponencia, impresionando, y es con esta prestancia y esta imponencia que se puede impresionar y engañar al pueblo, engañar sobre la mercancía.

Es así como en el latino imperial, “inponere” (poner sobre, poner dentro, aplicar, asignar) transita hacia “inponere aliqui”, imponer a, imponer a alguien, imponerse sobre alguien, abusar, engañar, ser un impostor. Se engaña impresionando con la prestancia y alrededor de y con el lenguaje. El impostor se impone a los otros con ropajes que no son los suyos y con un lenguaje engañoso. El impostor maniobra en un teatro de apariencias, interpreta un personaje, tergiversa y disfraza su identidad.

Tartufo el impostor, en la pieza de teatro de Moliere, ilustra a la perfección esta impostura con el proverbio “el hábito no hace al monje”. Tartufo es un mediocre ladino, aventurero, hipócrita, mentiroso, un falso santurrón disfrazado de devoto para engañar a su entorno y apoderarse de sus bienes. El Tartufo cubano, con disfraz de barbudo y ataviado con traje verde olivo, comenzaba en 1959 su sangrienta y monstruosa tartufería.

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