por José Luis Sito
“Persona” es una máscara en griego y, como en el teatro griego, la persona juega, interpreta un papel social, se escurre en una función, en el comercio de la apariencia. Sartre dice algo más: el camarero de café juega a ser camarero de café. Observando al camarero, advierte que su voz, sus ojos, su expresión, su andar, toda su conducta es un juego. El camarero quiere persuadirse de que se confunde perfectamente con su función de camarero, de que es su función. Pero en esencia no es camarero. No puede tener conciencia de su esencia, sólo puede tener conciencia de su existencia.
Todos somos “personas” amarrados en una triple función: función social, de individuación y de comunicación. Las tres correlacionadas, inseparables.
Lo primero que revela la impostura es una disimulación. Pero al contrario de la “persona”, el impostor se desliza, se insinúa en una máscara, en una presencia y autoridad que no eran las suyas, a las cuales no tenía derecho. En la pieza de Molière, Tartufo se cubre con la máscara del devoto, del director de conciencia, se muda a algo que no es, se disfraza, se disimula, engaña, abusa y embauca: habla, por consiguiente, el lenguaje de la mentira.
Si la máscara es la forma de algo visible, también, y quizás más importante, es un decible, una voz que surge resonando con toda la fuerza de un enunciado público. Una máscara no es solamente algo que se ve, es antes que todo una palabra. Para el impostor, enmascarado en su mentira, la toma de la palabra es su poder: destila sus falsas verdades y sus verdaderas ilusiones. Hay engaño hacia el destinatario (el pueblo) y usurpación, desvío y malversación de la palabra.
El impostor se hace una máscara y Fidel Castro escogió la suya, con su mentira relacionada. “El dios-déspota no ha escondido nunca su rostro, al contrario, se hace uno y hasta varios. La máscara no esconde el rostro, lo es”, dice con profundidad Deleuze. Claro, ya que es inútil, redundante, añadir una máscara a lo que ya es una máscara, el rostro, el rostro de la “persona”. Si al camarero de café sartriano se le pone un traje de camarero, esa redundancia prácticamente lo ridiculiza. Por eso, el bigote de Hitler se revela de hecho y en el fondo, ridículo. Al ver una foto del dictador alemán pronunciando un discurso, Charlie Chaplin escribe en sus memorias que “su cara era terriblemente cómica”. También lo son la barba de Castro y su disfraz de comandante en führer: sólo falta un Chaplin para manifestarlo. Hay toda una fisiología de la impostura, una complexión del enmascaramiento.
El rostro con máscara del dictador habla sin discontinuar. El pueblo cubano no habla, exclama, se exclama.
“Al principio de la revolución, apenas después de su entrada triunfal en La Habana, habló sin tregua por la televisión durante siete horas. Debe ser un récord mundial...”, escribe admirado Gabriel García Márquez, el bufón Calabacillas de Fidel Castro. Sin percatarse, el escritor, que la monserga del dictador cubano es el síntoma, la base y el fundamento de toda su impostura. “Semejante molino verbal” (es la propia expresión del compinche colombiano) revela una voluntad férrea, violenta, de imponerse a toda costa, de abusar del otro por medio de un enunciado público. La impostura opera en toda plenitud dentro y alrededor del lenguaje. Castro lo utilizará como instrumento para ocultar la verdad, imponiendo a golpe de martillazos retóricos la mentira de la que procede toda su terrible tartufería. El impostor maniobra con una máscara, con y alrededor del lenguaje.
El molino verbal de Castro, la charlatanería puesta en marcha en la primera hora de 1959 no proviene, como lo insinúa el cómplice colombiano, de una curiosa disposición psicológica o patológica del dictador, o de una habilidad de verborrear que usaría únicamente por gusto y por placer. Castro (no olvidemos que es un abogado, oficio de la palabra) propulsó su incontinente facundia, su jactancia, su desparpajo por estrategia. El lenguaje como recurso, como tapadera, como tapa estratégica para la marmita de su cocina fraudulenta.
“Persona” es una máscara en griego y, como en el teatro griego, la persona juega, interpreta un papel social, se escurre en una función, en el comercio de la apariencia. Sartre dice algo más: el camarero de café juega a ser camarero de café. Observando al camarero, advierte que su voz, sus ojos, su expresión, su andar, toda su conducta es un juego. El camarero quiere persuadirse de que se confunde perfectamente con su función de camarero, de que es su función. Pero en esencia no es camarero. No puede tener conciencia de su esencia, sólo puede tener conciencia de su existencia.
Todos somos “personas” amarrados en una triple función: función social, de individuación y de comunicación. Las tres correlacionadas, inseparables.
Lo primero que revela la impostura es una disimulación. Pero al contrario de la “persona”, el impostor se desliza, se insinúa en una máscara, en una presencia y autoridad que no eran las suyas, a las cuales no tenía derecho. En la pieza de Molière, Tartufo se cubre con la máscara del devoto, del director de conciencia, se muda a algo que no es, se disfraza, se disimula, engaña, abusa y embauca: habla, por consiguiente, el lenguaje de la mentira.
Si la máscara es la forma de algo visible, también, y quizás más importante, es un decible, una voz que surge resonando con toda la fuerza de un enunciado público. Una máscara no es solamente algo que se ve, es antes que todo una palabra. Para el impostor, enmascarado en su mentira, la toma de la palabra es su poder: destila sus falsas verdades y sus verdaderas ilusiones. Hay engaño hacia el destinatario (el pueblo) y usurpación, desvío y malversación de la palabra.
El impostor se hace una máscara y Fidel Castro escogió la suya, con su mentira relacionada. “El dios-déspota no ha escondido nunca su rostro, al contrario, se hace uno y hasta varios. La máscara no esconde el rostro, lo es”, dice con profundidad Deleuze. Claro, ya que es inútil, redundante, añadir una máscara a lo que ya es una máscara, el rostro, el rostro de la “persona”. Si al camarero de café sartriano se le pone un traje de camarero, esa redundancia prácticamente lo ridiculiza. Por eso, el bigote de Hitler se revela de hecho y en el fondo, ridículo. Al ver una foto del dictador alemán pronunciando un discurso, Charlie Chaplin escribe en sus memorias que “su cara era terriblemente cómica”. También lo son la barba de Castro y su disfraz de comandante en führer: sólo falta un Chaplin para manifestarlo. Hay toda una fisiología de la impostura, una complexión del enmascaramiento.
El rostro con máscara del dictador habla sin discontinuar. El pueblo cubano no habla, exclama, se exclama.
“Al principio de la revolución, apenas después de su entrada triunfal en La Habana, habló sin tregua por la televisión durante siete horas. Debe ser un récord mundial...”, escribe admirado Gabriel García Márquez, el bufón Calabacillas de Fidel Castro. Sin percatarse, el escritor, que la monserga del dictador cubano es el síntoma, la base y el fundamento de toda su impostura. “Semejante molino verbal” (es la propia expresión del compinche colombiano) revela una voluntad férrea, violenta, de imponerse a toda costa, de abusar del otro por medio de un enunciado público. La impostura opera en toda plenitud dentro y alrededor del lenguaje. Castro lo utilizará como instrumento para ocultar la verdad, imponiendo a golpe de martillazos retóricos la mentira de la que procede toda su terrible tartufería. El impostor maniobra con una máscara, con y alrededor del lenguaje.
El molino verbal de Castro, la charlatanería puesta en marcha en la primera hora de 1959 no proviene, como lo insinúa el cómplice colombiano, de una curiosa disposición psicológica o patológica del dictador, o de una habilidad de verborrear que usaría únicamente por gusto y por placer. Castro (no olvidemos que es un abogado, oficio de la palabra) propulsó su incontinente facundia, su jactancia, su desparpajo por estrategia. El lenguaje como recurso, como tapadera, como tapa estratégica para la marmita de su cocina fraudulenta.