La luz de la Isla —aunque a veces por ser tanta luz constante y no existir los recursos de lo corpóreo, nos pone en el estado agónico de un limbo infernal— es la que, por encima de todo, prepara la esperanza del cambio; la que define al cubano en su imaginación de la espiral (en movimiento hacia adelante), aunque aún durante cincuenta años y más las tinieblas corporales se hayan resistido, se hayan negado a dar paso a una renovada imaginación, la legítima, la que empezó a truncarse a partir del 1 de enero del año 1959.
Pero es irremisible, podrá pasar un tiempo más, no obstante, el cubano retomará la imaginación resplandeciente, que es la que encaja con perfección en su atmósfera de luz. Esta luz, de dioses hacia Dios, de naturaleza y espíritu —con sus momentos de sombras, claro está— es irradiadora de esa magia que recorre la Isla por dentro y por fuera, y es irradiadora de fe. Hay una fe innata (la fe contiene la magia y la poesía y las desborda) en este ser que no cesa, que va más allá de su conciencia para hacerse además inconsciente colectivo, y que proviene, como hemos dicho en algún momento, de su memoria histórica. La luz, por naturaleza también histórica, dará al traste con la oscuridad del totalitarismo.
Cuando pase el tiempo debido, el cubano cesará en su espera y volverá a energizarse con esa luz, invisible pero radiante, que no sólo ha estado en las cosas a su alrededor, sino que poco a poco se ha venido haciendo en la mente y el alma estímulo de libertad.
Cuando pase el tiempo debido, el cubano cesará en su espera y volverá a energizarse con esa luz, invisible pero radiante, que no sólo ha estado en las cosas a su alrededor, sino que poco a poco se ha venido haciendo en la mente y el alma estímulo de libertad.