Hasta el presente, cinco han sido las tendencias intelectuales (que confluyen en ideologías martianas) cuya forma de manifestación recoge un amplio abanico de temas referentes a lo ético/político y socio/cultural sobre la obra de José Martí. Esas tendencias intelectuales pueden resumirse así: la filosófica, la teológica, la teosófica/mística, mezcla de las anteriores, y la poética.
También, se ha intentado relacionar el pensamiento de Martí con cierto tratamiento a partir de la ideología marxista, pero ello no constituye una tendencia intelectual, sino marginal. A cada una de las tendencias arriba mencionadas, desde luego, las caracteriza el implícito concepto de lo ético y lo dual, espíritu/alma vs materialismo/objetividad. A partir de aquí, propongo una sexta, que ya no es, en esencia, una tendencia, sino una existencia en sí misma, siempre latente en manos de Martí; no correspondiente al existencialismo o vitalismo Lizaso/Jiménez-Gruñón/Olivio y la poética Lezama/Vitier, sino trascendente a todas ellas, a la que en una ocasión Martí se refirió ligeramente, asumiéndola como un estado consciente del despertar: la suma indicativa de estar más allá de la conciencia del tiempo y los sueños; es decir, la vivencia del poeta en actos, cuya manera de ver el mundo deviene, por un instante, en religiosidad martiana.
Esa religiosidad pujaba desde los primeros momentos de su vida intelectual por hacerse realidad. En ello juega un papel muy importante la poesía en verso. Pero ante todo, entiéndase bien, con religiosidad no se refiere Martí a determinada práctica de una religión establecida (cristianismo), o a la pertenencia a una organización ocultista y fraternal, como son los rosacruces y la masonería. Religiosidad en Martí constituye un concepto intrínseco de la individualidad del hombre, perteneciente a un estado trascendente de la evolución de la conciencia humana.
Tal y como Nietzsche afirma en un lugar de su obra que el hombre es un puente, y que puede ser simbolizada la evolución del mismo del paso del camello al león y de éste al niño, Martí levantó también ciertas ideas sobre la evolución espiritual a partir de una metáfora de tres símbolos: el hombre arrogante, fase inferior; el hombre gallardo, fase intermedia; y el hombre magno, fase superior. Estas ideas no se hallan explícitas en ningún texto escrito por Martí, pero pueden ser reconstruidas a partir de un minucioso estudio arqueológico de su obras completas, donde las apariencias de ciertos conceptos ocultan una lógica trascendente al proceso evolutivo de la conciencia humana. Quien pueda leer detenidamente el ensayo Prólogo al Poema del Niágara, escrito en 1882, hallará a través de claves esotéricas la trasmisión del mensaje, la impronta de una propuesta sobre la evolución que ha pasado inadvertida para muchos lectores. Por esas ideas acerca de la evolución, que son meollo y base de su pensamiento político y estético, es que Martí debe ser entendido de otro modo: con el siglo XIX culmina un proceso de la evolución natural del sueño del hombre (el romanticismo) y se abren las puertas definitivas a otra condición natural, la del sueño del racionalismo. El hombre se hace consciente de dos cosas, de la finitud y los sueños, del tiempo y la naturaleza de lo ilógico, cuyos procesos aún ocurren por sí solos, sin que se inmiscuya la voluntad de ser consciente. En cierto modo, casi toda la literatura desde comienzos del siglo XX hasta el presente se enmarca dentro de estos dos estados de la evolución, tiempo/sueño. Debido a la consciencia del tiempo, base de casi toda la literatura que conocemos hasta hoy, el hombre trasciende ciertos aspectos de la naturaleza de ser inconsciente respecto al mundo social que lo rodea, pero no escucha al inconsciente. Martí propone que el hombre tiene que despertar tanto ante la “consciencia del tiempo” como ante la “consciencia de los sueños”. Por ende, el hombre se encuentra atrapado en medio de su evolución definitiva. El hombre no sale de su naturaleza más desarrollada, la de ser un ente colectivo, un sujeto mediado por un objeto: la política, la sociedad civil, la religión organizada…
El mejor acercamiento crítico que yo haya leído sobre El Prólogo ha sido escrito por José Olivio Jiménez. Como él ha señalado en su texto Una aproximación existencial al Prólogo al poema del Niágara, fue el filósofo Miguel Jarrín el primero en señalar el contenido existencial del texto. Puede que el pensamiento existencialista haya profundizado más en el origen de ese texto fundador, conociendo ciertas aristas de la problemática existencial planteada por Martí por aquella época, pero han sido los modernistas, los que se inspiraron en la teoría literaria de la modernidad, los que más han trajinado ese texto. Para mí, ambas tendencias, existencialistas y modernistas, no han calado lo suficiente en la profundidad de ese texto. Pero sin duda alguna la tendencia existencialista ha penetrado mejor que otras y ha alcanzado algunos atisbos de su significado simbólico.
Olivio Jiménez se detiene a constatar los puntos de contacto existentes sobre la angustia existencialista con la referencia que aporta el Prólogo sobre las desavenencias existenciales del poeta moderno. Sin embargo, el Prólogo no se detiene en ese punto. El Prólogo puede leerse en tres niveles, dos conectados y uno separado por completo. Primero: el del materialismo absoluto que guarda el orden de la modernidad, el surgimiento de una nueva época en el orden supuestamente estético; segundo: el materialismo existencialista, que recoge de la modernidad la nueva angustia y la esperanza del hombre; y tercero: el trascendental, el que ni es modernista ni existencialista. Lo significativo del Prólogo es advertir la caída del hombre y cómo superarla. El Prólogo no es un texto existencialista ni modernista, sino trascendente frente a ellos. Se plantea como fin el camino del despertar de la conciencia, es decir, salir de la trampa de la aparente modernidad y de la maga existencial. Ambos se hallan, para el poeta, en un callejón sin salida, puesto que ambos ven al hombre inmerso en la angustia, en el sin sentido, en lo que Sastre y Camus llaman vivir para suicidarse.
Y Olivio Jiménez se estanca en las consideraciones que propone sobre El Prólogo, porque recoge sólo lo que Martí consideraba angustioso y esperanzador para el hombre, para el poeta. El envés negativo nunca será superado por el haz positivo. Su apreciación, que es bastante aguda, está a medio camino. Es superior a las apreciaciones de los modernistas, pero sólo llega al medio; más allá no existe para este autor nada que apreciar: angustia y esperanza. La ceguera sobreviene porque el existencialismo sólo se manifiesta intelectualmente, como idea, como una filosofía que no contiene nada de vital, de experiencia; es sólo pura lógica, contenido intelectual. El sabor que nos llega del texto de Olivio Jiménez es angustioso. Si Martí ha detectado y destacado la angustia del poeta y se detiene en ello, entonces El Prólogo cumple con las funciones del existencialismo teórico, con la teoría del personalismo. Cumple con normas en las que el hombre es una angustia en sí mismo y no tiene salida de superación, puesto que la esperanza es también un subproducto sutil de la angustia. La esperanza se vuelve el obstáculo para ser superado. La esperanza nunca es trascendental. Y es aquí donde yerra el existencialismo.
El Prólogo constituye una experiencia intelectual acerca de la evolución de la conciencia humana basada en fragmentos de vivencias momentáneas y de conocimientos librescos sobre el despertar. Aunque el meollo de ese texto está referido a hablar del estado del despertar humano, aún el ser martiano no ha recibido el despertar de la conciencia. Por eso he dudado que Martí, a su arribo a Cuba, cuando alcanzó la iluminación, haya continuado siendo un político. El interés por dar forma al gobierno en el campo insurrecto y fomentar luego la República “con todos y para el bien de todos”, no tenía un sentido político, sino espiritual.
El Prólogo puede esclarecer, ya desde 1882, semejante aseveración. Siempre que leo el prólogo de Martí al Poema del Niágara de Pérez Bodalde, me llama poderosamente la atención por qué el Apóstol utilizó un poema como vehículo y no un acertijo o problematización filosófica para refrendar la idea de la evolución de la conciencia humana y poner a un lado el concepto de la evolución de la modernidad. Quisiera insistir en la diferencia significativa entre el nacimiento de una fuerza temporal, lo referente al yo sobre el otro, y la evolución del no-yo, es decir, de la conciencia como salto. Según mi apreciación existe una diferencia puntual: para el pensamiento, la reflexión racional, el yo sobre el otro crea determinada conciencia; sin embargo, el no-yo es conciencia. La diferencia entre estas conciencias estriba en que una es creada y la otra es; esta última no es creación de nadie, a no ser que sea la misma existencia, la conciencia creadora. La primera es invención de la mente del hombre y la segunda le pertenece por naturaleza al misterio. El concepto naturaleza que emplea Emerson en todos sus ensayos está referido a esta segunda cualidad. A esta última consideración se adhiere Martí. El Prólogo está escrito considerando intelectualmente válida la naturaleza de dicha conciencia.
De hecho, en mi opinión, lo que sustraigo como contextual de la escritura del Prólogo es que, por el contrario, Martí no reconoce la modernidad como un hecho real, que se sustente como existencia propiamente verdadera para el hombre de su época, sino que ve la modernidad como un fenómeno pasajero, como un fenómeno del cambio de estructura social y nada más. En medio de ese cambio, del paso al modernismo, Martí no acaba de ver ningún cambio profundo con respecto a la evolución de la conciencia del hombre. De ahí su enseñanza simbólica mediante esa conjunción prosa/poesía/silencio.
Martí observa como el nivel de evolución de la conciencia se detiene en el hombre arrogante. Este hombre es el influjo de la modernidad. ¿Qué signo define al hombre arrogante? La fuerza del cambio, es decir, la fuerza del tiempo histórico. En suma, lo que pretende el Prólogo, según mi punto de vista, es descifrar cómo el fenómeno de la modernidad, del cambio de un contexto social a otro, acaba por cerrarle el paso definitivamente al proceso de la evolución de la Conciencia Humana. La modernidad es una coartada fatal. La fuga respecto a la modernidad es la del hombre gallardo, un estado superior de conciencia que hallará su signo en el movimiento patriótico. El Poema del Niágara del poeta Pérez Bonalde es el único signo indicativo de que en el misterio, en lo incognoscible del mundo, se encuentra la única validez de la existencia humana: la belleza y el amor.
Ahora bien, para Martí las religiones eran estados inferiores de la evolución de la conciencia. De ahí la sentencia hacia “una nueva religión”. Los textos que caracterizan cada tendencia enunciada son abundantes, solo señalaremos los más comprometedores. En la filosófica existen tres tendencias: la fenomenología del espíritu o filosofía del espíritu, la filosofía existencialista y vitalista y la poética, que llegan a través de la simbiosis de los estudios de Miguel Unamuno y Ortega y Gasset. La primera tendencia, la espiritualista, surgida en una década de renovación intelectual, tiene en Jorge Mañach a uno de sus principales impulsores. Véase El espíritu de Martí. Más adelante, el filosofo Medardo Vitier, fiel seguidor del sistema de pensamiento filosófico hegeliano presentado por Ortega y Gasset, en Las ideas en Cuba esboza más directamente el criterio del espiritualismo martiano. Más profundas y desarrolladas se hallan estas ideas en Martí, estudio integral. A partir del espíritu absoluto Medardo nos presenta a Martí trascendente, en la encarnación misma del espíritu de plenitud. Sin embargo, después de los 60 el espiritualismo filosófico martiano fue desarrollándose por la influencia del hegelianismo y trasportado por el marxismo a los nuevos filósofos cubanos del período de la revolución.
Los filósofos le han dado su matiz y su concepción al sentido de la palabra espíritu. Cuando Martí habla del espíritu, sobre todo en los escritos posteriores a 1880, no refiere la palabra a un concepto, no procede de la tradición. Todas las observaciones que se han hecho sobre este tópico, sobre si Martí adquiere el conocimiento del espíritu por la tradición, yerran. Martí adquiere de la tradición la palabra, pero no el significado. El significado es estar consciente de que no se es el cuerpo, sino una energía que ha comenzado a mover todo el ser. Para Martí todos los hombres son espíritu; aunque no se manifiesten así, como espíritu, en la profundidad lo son, estén conscientes o no del hecho. Por eso esta palabra recorre toda su obra. Martí veía por doquier espíritu, vida, aunque la proyección de cada cual fuera meramente intelectual, mental. Y entender este significado ayuda a penetrar en una de las claves esenciales del Prólogo. Martí no quiere que te apegues a las palabras, a los conceptos, a la definición filosófica; quiere que vivas el fenómeno, que estés consciente de ello viviéndolo.
Para esa fecha, 1882, Martí creía que la sociedad había arribado al momento cumbre de un despertar de la consciencia. Pero esta apreciación no fue del todo correcta. En verdad, lo que se gestaba más bien era una profunda crisis existencial. Estudiando toda esa época, finales del siglo XIX, Michel Focault encuentra un cambio en función del saber, un cambio en la nueva mentalidad del conocimiento. Por ello, una nueva época se abría para el pensamiento, la ciencia y las artes. Por su parte, Migue de Unamuno, viendo el estado de deshumanización a que había arribado la sociedad a fines de ese siglo, abogó porque se vislumbrara lo concreto del hombre, reconociendo el valor humanista y existencial. Pero todo ese movimiento, tanto en la ciencia como en el arte, se fue desarrollando en el ámbito de lo fenomenológico, de la teoría del conocimiento, y fue perdiendo el contacto con el problema existencial. Por eso el hombre en su esencia continuó siendo el mismo, el gran durmiente, el gran soñador, el gran interpretador, el gran utópico; en otras palabras, aquel que vive mediante la consciencia del tiempo. Y la desmitificación de ese “tiempo”, lo que Martí llama en determinado momento la ilusión de vivir, la “maga del tiempo”, constituye la base crítica del Prólogo (un derivado de la palabra maga es magia. La raíz de la palabra magia procede del sánscrito, que quiere decir ilusión, maya).
En el Prólogo no hallaremos un problema existencialista ni una problematización abstracta acerca del cambio y nacimiento de una época; no estaremos frente a un documento que suscriba una nueva mentalidad, la modernidad, sino ante aquel discurso que trata de penetrar la raíz misma de todo el problema real de la existencia, de la creación y la evolución de consciencia. Para Martí cualquier problema sociológico, político y cultural debía de estar precedido del conocimiento trascendental, de la base, de la existencia y la creación misma.
Por eso, José Martí no fue un despertado, una entidad viva, según se desprende de su obra escrita, hasta que la dicha alcanzó la totalidad de su ser. A mi modo de ver, gozó de ese estado, de la realización, por sólo sus últimos 39 días. Antes de esa fecha, supo sobre el estado del sendero secreto mediante el conocimiento teosófico, la filosofía krausista, el movimiento trascendental norteamericano y la metafísica romántica, pero sólo era la apariencia de un ser vivo, en el fondo era un cadáver. Sin embargo, el arribo al conocimiento supremo, al conocimiento directo, lo que él llamó en sus cuadernos de apuntes “filosofía trascendental”, llegó cuando dejó de ser esta una idea, una filosofía, y se convirtió en su propia realidad, en su experiencia personal, en una relación amorosa con el saber directamente “quién soy yo” referido en aquellos apuntes juveniles. Este encuentro con la realidad, que llamó vida, llegó en el momento en que arribó a Cuba. Para decirlo de algún modo, el muerto se transformó en vivo. Quizás es la historia del primer intelectual en América que haya trascendido la consciencia del tiempo, lo que concebía como la maga del tiempo, mediante la comprensión del significado del patriotismo, del amor verdadero a la patria, de haberse convertido él mismo, en toda su manifestación humana, en patria.
El patriota, para los últimos momentos de la experiencia martiana, era una persona corriente, no con plenos poderes egocéntricos. Existía llanamente como patriota, como poeta, como simple luchador por la independencia de la patria, de su ser. La identificación con un territorio y demarcación geográfica determinada, incluso manteniendo a través de la existencia de la tradición y la fuerza recurrente de una comunidad de intereses y relaciones identificables comunes una visión apropiadora del espacio, no determinaba la esencia del patriotismo. El verdadero patriota no era identificable con el ego; era la complicidad subjetiva con un estado de ser consciente con el amor al todo, a cuya manifestación y existencia se refería y se fundían el patriota y la patria, dando nacimiento al patriotismo no como corriente ideológica, sino como resurrección espiritual: resurge de la muerte del tiempo patriótico el hombre como patria.
La angustia martiana se cifra en esa dualidad, en la de pensar la patria, en hallarse unido a la realidad cubana de forma indirecta y en evaluar todo el tiempo cuál será el futuro de Cuba. Cuba será un aplazamiento, una agonía. Por eso, aquellas palabras de su testamento político, “de Cuba, ¿qué no habré escrito? y ni una página me parece digna de ella: sólo lo que vamos a hacer me parece digno”, han permanecido desde que se escribieron en el enigma, sin respuesta. Aunque existe un ego en el “amor a la patria” de Abdala, éste será superior a todos los amores; éste estará más próximo al amor en sí mismo.
El arribo a tierra cubana en abril de 1895 y el presunto contacto directo con la naturaleza del Oriente del país fueron elementos vivos que le permitieron separarse y salirse por completo de la esclavitud del conocimiento prestado, indirecto, de toda definición y concepto acerca de patria. Con el arribo a Cuba el tiempo patriótico desapareció. ¿Y qué es el tiempo patriótico? Todas las influencias recibidas; la filosofía electiva cubana, el patriotismo de Varela, la filosofía trascendental norteamericana, el krausismo español, el discipulado, entre otras manifestaciones del arte y la política. Salto, ¡Dicha Grande! Es un pronunciamiento insólito, la indicación de la culminación de un nivel y el nacimiento de un nuevo estado de conciencia martiano, donde el patriota se halla fundido con la patria y entonces surge el verdadero patriotismo, surge la danza patriótica, el éxtasis patriótico, el único y verdadero amor a la patria. Pero lamentablemente nadie hasta ahora ha pensado en ello, nadie ha señalado el carácter extático del patriotismo. Por el contrario, patria, el patriota y el patriotismo, han sido los conceptos claves a través de los que se ha distorsionado la realidad de la “beldad” patriótica cubana. Ha sido a partir de esos conceptos que Cuba ha sufrido el mal llamado “amor por la patria”. Todas las políticas e ideologías cubanas que surgieron antes y después de la Guerra Grande y se deslizaron hasta nuestros días con ribetes de contrapunto, se han basado en el tiempo patriótico. De ahí la distorsión, de ahí el fallido destino cubano (he intentado recoger en un ensayo la base del llamado nacionalismo cubano oponiéndome a la opinión ya generalizada en el pensamiento intelectual cubano de que Cuba necesitó de la apertura nacionalista para mantener su independencia. Nada más falso. El nacionalismo responde a una aptitud de la mente inconsciente y de una mentira social).
Se cuenta en una biografía, por quien lo conoció de primera mano, que cuando Martí desembarcó en suelo cubano por Playita de Cajobabos lo primero que hizo fue besar la tierra. Un gesto, para mí, de sumo agradecimiento a patria, al núcleo rector interno humano que conecta el mundo físico, el mundo exterior, con el mundo interior, con la existencia y lo supremo. En ese acto de fundación estética, de muerte y renacer, donde el tiempo y el espacio debieron desaparecer de su existencia física, arrojó por completo todo el sufrimiento que caracterizó al exiliado cubano durante los 15 años de su estancia en los Estados Unidos, cuya sustancialidad angustiosa fue trascendida en ese salto, sin intervalo alguno, de forma espontánea. Saltó y penetró –es toda la esencia del contenido del Diario de Campaña de Cabo Haitiano a Dos Ríos, como dice el poeta y ensayista Lezama Lima en La cantidad hechizada– la Casa del Alibí; saltó hacia adentro y se perdió de regreso al origen, es decir, desapareció de pronto y para siempre como entidad temporal. Traducido al lenguaje martiano, al lenguaje del Diario, el sujeto patriota se fundió con el objeto que es la patria y de esa fusión nació el patriotismo, nació el amor a la patria, nació un estado del ser donde el patriota y la patria y el sufrimiento desaparecieron.
Parece que todos los deseos que se acumularon en forma de angustia martiana, de futuro en pos de la libertad de la patria, de tiempo, se habían transcendido. Pero en medio de la manigua cubana –según el propio Diario– lo acechaba, al parecer, un deseo mayor, el de “dar forma al gobierno” en armas. El investigador Gabriel Cartaya ha estudiado atentamente el hecho de que para Martí su lugar en 1895 era fundar el gobierno desde la guerra. Había pensado en este asunto desde los mismos inicios de la preparación de la contienda en el exilio, pero ya estando en Cuba (es mi opinión) aquello sólo constituía el remanente de una estrategia pasada. No puedo considerar que el gobierno y su formación fueran una preocupación existencial de Martí, tal y como Humberto Piñera ha tratado de mostrar en Idea, sentimiento y sensibilidad de José Martí, lo que constituye uno de los mejores estudios sobre la obra del Maestro.
En el segundo diario, en el de Cabo Haitiano a Dos Ríos, se lee la inobjetable expresión que simboliza, según lo entiendo, el despertar de la conciencia martiana: Salto, ¡Dicha Grande! Es el sonido de esa limosidad, el testimonio expresivo, la indicación de que la expansión de la luz ha recorrido todo su ser. El hecho afirmativo de que el conocimiento indirecto, el pensar acerca de Cuba, había sido trascendido. Pueda que ese día, el 12 de abril de 1895, se considere el verdadero día del nacimiento de José Martí. El 28 de enero de 1853 lo que nace es la fenomenología martiana. Abdala, obra poética de sumo carácter existencial, es quizá el primer vislumbre por el cual se muestra una gran angustia, el sufrimiento de luchar contra el apego, contra la forma de existir como entidad temporal. Todo el proceso sutil, desde el primer vislumbre con Abdala hasta su Dicha Grande, es el que no ha sido estudiado por sus biógrafos. Es una falla, porque lo sutil es el único proceso que cuenta, que da veracidad a la existencia de la evolución del patriotismo cubano. Todas las biografías martianas se detienen en un punto: en rememorar los hitos históricos. Pero ellos no son los suficientemente veraces para constatar lo esencial de su existencia.
Por eso podemos ver que semanas antes del desembarco de Playitas, todo parece indicar que Martí había sentido la aurora de la niñez, para declarar: “me siento puro y leve como la paz de un niño”. Pero una cosa es conocer algo mediante el pasado, a través del contacto libresco, por vía de la mentalidad colectiva, y otra cosa es experimentar y vivir la totalidad y rendirse a ella. En menor significado, otra cosa es acumular momentos de dicha y experiencias para luego manejarlas intelectualmente. A Martí le pasó, en un momento dado, casi lo mismo que al filósofo y místico hindú Sri Aurobindo, que investigó y escribió mucho acerca de la trascendencia del tiempo, y nunca se despertó (Vid, Autobiografía, Himnos al fuego místico, El ciclo humano y El ideal de la unidad humana).
Y resulta que un político nunca puede llegar a estar despierto de veras, consciente del hecho de que el conocimiento supremo puede ser revelado cuando se trasciende la capacidad de los sentidos, porque el despertar es la antítesis de toda política y de todo conocimiento sensible. La política ha sido el estado de conocimiento inferior por el cual el hombre ha permanecido dormido toda una vida. Martí pudo llegar a tener atisbos del despertar -entiéndase en este sentido lo que dice sobre la “tarde de Emerson”, sus versos--, pero esa realidad llega totalmente cuando la política es trascendida por el místico, por el “poeta en actos” (Félix Lizaso ha escrito una biografía, José Martí, místico del deber, que se basa por entero en la máxima orteguiana “yo soy mis circunstancia”, pero que no vislumbra nada acerca de la realidad del místico, acerca del sentido poético de la iluminación).
Cuando el despertar llega a la totalidad del ser, el ser político desaparece automáticamente. Martí, al igual que Sri Aurobino, conocía el fenómeno de la temporalidad del ego, pero este último nunca llegó a formar parte de su ser. Era sólo una experiencia intelectual, una filosofía.
También, se ha intentado relacionar el pensamiento de Martí con cierto tratamiento a partir de la ideología marxista, pero ello no constituye una tendencia intelectual, sino marginal. A cada una de las tendencias arriba mencionadas, desde luego, las caracteriza el implícito concepto de lo ético y lo dual, espíritu/alma vs materialismo/objetividad. A partir de aquí, propongo una sexta, que ya no es, en esencia, una tendencia, sino una existencia en sí misma, siempre latente en manos de Martí; no correspondiente al existencialismo o vitalismo Lizaso/Jiménez-Gruñón/Olivio y la poética Lezama/Vitier, sino trascendente a todas ellas, a la que en una ocasión Martí se refirió ligeramente, asumiéndola como un estado consciente del despertar: la suma indicativa de estar más allá de la conciencia del tiempo y los sueños; es decir, la vivencia del poeta en actos, cuya manera de ver el mundo deviene, por un instante, en religiosidad martiana.
Esa religiosidad pujaba desde los primeros momentos de su vida intelectual por hacerse realidad. En ello juega un papel muy importante la poesía en verso. Pero ante todo, entiéndase bien, con religiosidad no se refiere Martí a determinada práctica de una religión establecida (cristianismo), o a la pertenencia a una organización ocultista y fraternal, como son los rosacruces y la masonería. Religiosidad en Martí constituye un concepto intrínseco de la individualidad del hombre, perteneciente a un estado trascendente de la evolución de la conciencia humana.
Tal y como Nietzsche afirma en un lugar de su obra que el hombre es un puente, y que puede ser simbolizada la evolución del mismo del paso del camello al león y de éste al niño, Martí levantó también ciertas ideas sobre la evolución espiritual a partir de una metáfora de tres símbolos: el hombre arrogante, fase inferior; el hombre gallardo, fase intermedia; y el hombre magno, fase superior. Estas ideas no se hallan explícitas en ningún texto escrito por Martí, pero pueden ser reconstruidas a partir de un minucioso estudio arqueológico de su obras completas, donde las apariencias de ciertos conceptos ocultan una lógica trascendente al proceso evolutivo de la conciencia humana. Quien pueda leer detenidamente el ensayo Prólogo al Poema del Niágara, escrito en 1882, hallará a través de claves esotéricas la trasmisión del mensaje, la impronta de una propuesta sobre la evolución que ha pasado inadvertida para muchos lectores. Por esas ideas acerca de la evolución, que son meollo y base de su pensamiento político y estético, es que Martí debe ser entendido de otro modo: con el siglo XIX culmina un proceso de la evolución natural del sueño del hombre (el romanticismo) y se abren las puertas definitivas a otra condición natural, la del sueño del racionalismo. El hombre se hace consciente de dos cosas, de la finitud y los sueños, del tiempo y la naturaleza de lo ilógico, cuyos procesos aún ocurren por sí solos, sin que se inmiscuya la voluntad de ser consciente. En cierto modo, casi toda la literatura desde comienzos del siglo XX hasta el presente se enmarca dentro de estos dos estados de la evolución, tiempo/sueño. Debido a la consciencia del tiempo, base de casi toda la literatura que conocemos hasta hoy, el hombre trasciende ciertos aspectos de la naturaleza de ser inconsciente respecto al mundo social que lo rodea, pero no escucha al inconsciente. Martí propone que el hombre tiene que despertar tanto ante la “consciencia del tiempo” como ante la “consciencia de los sueños”. Por ende, el hombre se encuentra atrapado en medio de su evolución definitiva. El hombre no sale de su naturaleza más desarrollada, la de ser un ente colectivo, un sujeto mediado por un objeto: la política, la sociedad civil, la religión organizada…
El mejor acercamiento crítico que yo haya leído sobre El Prólogo ha sido escrito por José Olivio Jiménez. Como él ha señalado en su texto Una aproximación existencial al Prólogo al poema del Niágara, fue el filósofo Miguel Jarrín el primero en señalar el contenido existencial del texto. Puede que el pensamiento existencialista haya profundizado más en el origen de ese texto fundador, conociendo ciertas aristas de la problemática existencial planteada por Martí por aquella época, pero han sido los modernistas, los que se inspiraron en la teoría literaria de la modernidad, los que más han trajinado ese texto. Para mí, ambas tendencias, existencialistas y modernistas, no han calado lo suficiente en la profundidad de ese texto. Pero sin duda alguna la tendencia existencialista ha penetrado mejor que otras y ha alcanzado algunos atisbos de su significado simbólico.
Olivio Jiménez se detiene a constatar los puntos de contacto existentes sobre la angustia existencialista con la referencia que aporta el Prólogo sobre las desavenencias existenciales del poeta moderno. Sin embargo, el Prólogo no se detiene en ese punto. El Prólogo puede leerse en tres niveles, dos conectados y uno separado por completo. Primero: el del materialismo absoluto que guarda el orden de la modernidad, el surgimiento de una nueva época en el orden supuestamente estético; segundo: el materialismo existencialista, que recoge de la modernidad la nueva angustia y la esperanza del hombre; y tercero: el trascendental, el que ni es modernista ni existencialista. Lo significativo del Prólogo es advertir la caída del hombre y cómo superarla. El Prólogo no es un texto existencialista ni modernista, sino trascendente frente a ellos. Se plantea como fin el camino del despertar de la conciencia, es decir, salir de la trampa de la aparente modernidad y de la maga existencial. Ambos se hallan, para el poeta, en un callejón sin salida, puesto que ambos ven al hombre inmerso en la angustia, en el sin sentido, en lo que Sastre y Camus llaman vivir para suicidarse.
Y Olivio Jiménez se estanca en las consideraciones que propone sobre El Prólogo, porque recoge sólo lo que Martí consideraba angustioso y esperanzador para el hombre, para el poeta. El envés negativo nunca será superado por el haz positivo. Su apreciación, que es bastante aguda, está a medio camino. Es superior a las apreciaciones de los modernistas, pero sólo llega al medio; más allá no existe para este autor nada que apreciar: angustia y esperanza. La ceguera sobreviene porque el existencialismo sólo se manifiesta intelectualmente, como idea, como una filosofía que no contiene nada de vital, de experiencia; es sólo pura lógica, contenido intelectual. El sabor que nos llega del texto de Olivio Jiménez es angustioso. Si Martí ha detectado y destacado la angustia del poeta y se detiene en ello, entonces El Prólogo cumple con las funciones del existencialismo teórico, con la teoría del personalismo. Cumple con normas en las que el hombre es una angustia en sí mismo y no tiene salida de superación, puesto que la esperanza es también un subproducto sutil de la angustia. La esperanza se vuelve el obstáculo para ser superado. La esperanza nunca es trascendental. Y es aquí donde yerra el existencialismo.
El Prólogo constituye una experiencia intelectual acerca de la evolución de la conciencia humana basada en fragmentos de vivencias momentáneas y de conocimientos librescos sobre el despertar. Aunque el meollo de ese texto está referido a hablar del estado del despertar humano, aún el ser martiano no ha recibido el despertar de la conciencia. Por eso he dudado que Martí, a su arribo a Cuba, cuando alcanzó la iluminación, haya continuado siendo un político. El interés por dar forma al gobierno en el campo insurrecto y fomentar luego la República “con todos y para el bien de todos”, no tenía un sentido político, sino espiritual.
El Prólogo puede esclarecer, ya desde 1882, semejante aseveración. Siempre que leo el prólogo de Martí al Poema del Niágara de Pérez Bodalde, me llama poderosamente la atención por qué el Apóstol utilizó un poema como vehículo y no un acertijo o problematización filosófica para refrendar la idea de la evolución de la conciencia humana y poner a un lado el concepto de la evolución de la modernidad. Quisiera insistir en la diferencia significativa entre el nacimiento de una fuerza temporal, lo referente al yo sobre el otro, y la evolución del no-yo, es decir, de la conciencia como salto. Según mi apreciación existe una diferencia puntual: para el pensamiento, la reflexión racional, el yo sobre el otro crea determinada conciencia; sin embargo, el no-yo es conciencia. La diferencia entre estas conciencias estriba en que una es creada y la otra es; esta última no es creación de nadie, a no ser que sea la misma existencia, la conciencia creadora. La primera es invención de la mente del hombre y la segunda le pertenece por naturaleza al misterio. El concepto naturaleza que emplea Emerson en todos sus ensayos está referido a esta segunda cualidad. A esta última consideración se adhiere Martí. El Prólogo está escrito considerando intelectualmente válida la naturaleza de dicha conciencia.
De hecho, en mi opinión, lo que sustraigo como contextual de la escritura del Prólogo es que, por el contrario, Martí no reconoce la modernidad como un hecho real, que se sustente como existencia propiamente verdadera para el hombre de su época, sino que ve la modernidad como un fenómeno pasajero, como un fenómeno del cambio de estructura social y nada más. En medio de ese cambio, del paso al modernismo, Martí no acaba de ver ningún cambio profundo con respecto a la evolución de la conciencia del hombre. De ahí su enseñanza simbólica mediante esa conjunción prosa/poesía/silencio.
Martí observa como el nivel de evolución de la conciencia se detiene en el hombre arrogante. Este hombre es el influjo de la modernidad. ¿Qué signo define al hombre arrogante? La fuerza del cambio, es decir, la fuerza del tiempo histórico. En suma, lo que pretende el Prólogo, según mi punto de vista, es descifrar cómo el fenómeno de la modernidad, del cambio de un contexto social a otro, acaba por cerrarle el paso definitivamente al proceso de la evolución de la Conciencia Humana. La modernidad es una coartada fatal. La fuga respecto a la modernidad es la del hombre gallardo, un estado superior de conciencia que hallará su signo en el movimiento patriótico. El Poema del Niágara del poeta Pérez Bonalde es el único signo indicativo de que en el misterio, en lo incognoscible del mundo, se encuentra la única validez de la existencia humana: la belleza y el amor.
Ahora bien, para Martí las religiones eran estados inferiores de la evolución de la conciencia. De ahí la sentencia hacia “una nueva religión”. Los textos que caracterizan cada tendencia enunciada son abundantes, solo señalaremos los más comprometedores. En la filosófica existen tres tendencias: la fenomenología del espíritu o filosofía del espíritu, la filosofía existencialista y vitalista y la poética, que llegan a través de la simbiosis de los estudios de Miguel Unamuno y Ortega y Gasset. La primera tendencia, la espiritualista, surgida en una década de renovación intelectual, tiene en Jorge Mañach a uno de sus principales impulsores. Véase El espíritu de Martí. Más adelante, el filosofo Medardo Vitier, fiel seguidor del sistema de pensamiento filosófico hegeliano presentado por Ortega y Gasset, en Las ideas en Cuba esboza más directamente el criterio del espiritualismo martiano. Más profundas y desarrolladas se hallan estas ideas en Martí, estudio integral. A partir del espíritu absoluto Medardo nos presenta a Martí trascendente, en la encarnación misma del espíritu de plenitud. Sin embargo, después de los 60 el espiritualismo filosófico martiano fue desarrollándose por la influencia del hegelianismo y trasportado por el marxismo a los nuevos filósofos cubanos del período de la revolución.
Los filósofos le han dado su matiz y su concepción al sentido de la palabra espíritu. Cuando Martí habla del espíritu, sobre todo en los escritos posteriores a 1880, no refiere la palabra a un concepto, no procede de la tradición. Todas las observaciones que se han hecho sobre este tópico, sobre si Martí adquiere el conocimiento del espíritu por la tradición, yerran. Martí adquiere de la tradición la palabra, pero no el significado. El significado es estar consciente de que no se es el cuerpo, sino una energía que ha comenzado a mover todo el ser. Para Martí todos los hombres son espíritu; aunque no se manifiesten así, como espíritu, en la profundidad lo son, estén conscientes o no del hecho. Por eso esta palabra recorre toda su obra. Martí veía por doquier espíritu, vida, aunque la proyección de cada cual fuera meramente intelectual, mental. Y entender este significado ayuda a penetrar en una de las claves esenciales del Prólogo. Martí no quiere que te apegues a las palabras, a los conceptos, a la definición filosófica; quiere que vivas el fenómeno, que estés consciente de ello viviéndolo.
Para esa fecha, 1882, Martí creía que la sociedad había arribado al momento cumbre de un despertar de la consciencia. Pero esta apreciación no fue del todo correcta. En verdad, lo que se gestaba más bien era una profunda crisis existencial. Estudiando toda esa época, finales del siglo XIX, Michel Focault encuentra un cambio en función del saber, un cambio en la nueva mentalidad del conocimiento. Por ello, una nueva época se abría para el pensamiento, la ciencia y las artes. Por su parte, Migue de Unamuno, viendo el estado de deshumanización a que había arribado la sociedad a fines de ese siglo, abogó porque se vislumbrara lo concreto del hombre, reconociendo el valor humanista y existencial. Pero todo ese movimiento, tanto en la ciencia como en el arte, se fue desarrollando en el ámbito de lo fenomenológico, de la teoría del conocimiento, y fue perdiendo el contacto con el problema existencial. Por eso el hombre en su esencia continuó siendo el mismo, el gran durmiente, el gran soñador, el gran interpretador, el gran utópico; en otras palabras, aquel que vive mediante la consciencia del tiempo. Y la desmitificación de ese “tiempo”, lo que Martí llama en determinado momento la ilusión de vivir, la “maga del tiempo”, constituye la base crítica del Prólogo (un derivado de la palabra maga es magia. La raíz de la palabra magia procede del sánscrito, que quiere decir ilusión, maya).
En el Prólogo no hallaremos un problema existencialista ni una problematización abstracta acerca del cambio y nacimiento de una época; no estaremos frente a un documento que suscriba una nueva mentalidad, la modernidad, sino ante aquel discurso que trata de penetrar la raíz misma de todo el problema real de la existencia, de la creación y la evolución de consciencia. Para Martí cualquier problema sociológico, político y cultural debía de estar precedido del conocimiento trascendental, de la base, de la existencia y la creación misma.
Por eso, José Martí no fue un despertado, una entidad viva, según se desprende de su obra escrita, hasta que la dicha alcanzó la totalidad de su ser. A mi modo de ver, gozó de ese estado, de la realización, por sólo sus últimos 39 días. Antes de esa fecha, supo sobre el estado del sendero secreto mediante el conocimiento teosófico, la filosofía krausista, el movimiento trascendental norteamericano y la metafísica romántica, pero sólo era la apariencia de un ser vivo, en el fondo era un cadáver. Sin embargo, el arribo al conocimiento supremo, al conocimiento directo, lo que él llamó en sus cuadernos de apuntes “filosofía trascendental”, llegó cuando dejó de ser esta una idea, una filosofía, y se convirtió en su propia realidad, en su experiencia personal, en una relación amorosa con el saber directamente “quién soy yo” referido en aquellos apuntes juveniles. Este encuentro con la realidad, que llamó vida, llegó en el momento en que arribó a Cuba. Para decirlo de algún modo, el muerto se transformó en vivo. Quizás es la historia del primer intelectual en América que haya trascendido la consciencia del tiempo, lo que concebía como la maga del tiempo, mediante la comprensión del significado del patriotismo, del amor verdadero a la patria, de haberse convertido él mismo, en toda su manifestación humana, en patria.
El patriota, para los últimos momentos de la experiencia martiana, era una persona corriente, no con plenos poderes egocéntricos. Existía llanamente como patriota, como poeta, como simple luchador por la independencia de la patria, de su ser. La identificación con un territorio y demarcación geográfica determinada, incluso manteniendo a través de la existencia de la tradición y la fuerza recurrente de una comunidad de intereses y relaciones identificables comunes una visión apropiadora del espacio, no determinaba la esencia del patriotismo. El verdadero patriota no era identificable con el ego; era la complicidad subjetiva con un estado de ser consciente con el amor al todo, a cuya manifestación y existencia se refería y se fundían el patriota y la patria, dando nacimiento al patriotismo no como corriente ideológica, sino como resurrección espiritual: resurge de la muerte del tiempo patriótico el hombre como patria.
La angustia martiana se cifra en esa dualidad, en la de pensar la patria, en hallarse unido a la realidad cubana de forma indirecta y en evaluar todo el tiempo cuál será el futuro de Cuba. Cuba será un aplazamiento, una agonía. Por eso, aquellas palabras de su testamento político, “de Cuba, ¿qué no habré escrito? y ni una página me parece digna de ella: sólo lo que vamos a hacer me parece digno”, han permanecido desde que se escribieron en el enigma, sin respuesta. Aunque existe un ego en el “amor a la patria” de Abdala, éste será superior a todos los amores; éste estará más próximo al amor en sí mismo.
El arribo a tierra cubana en abril de 1895 y el presunto contacto directo con la naturaleza del Oriente del país fueron elementos vivos que le permitieron separarse y salirse por completo de la esclavitud del conocimiento prestado, indirecto, de toda definición y concepto acerca de patria. Con el arribo a Cuba el tiempo patriótico desapareció. ¿Y qué es el tiempo patriótico? Todas las influencias recibidas; la filosofía electiva cubana, el patriotismo de Varela, la filosofía trascendental norteamericana, el krausismo español, el discipulado, entre otras manifestaciones del arte y la política. Salto, ¡Dicha Grande! Es un pronunciamiento insólito, la indicación de la culminación de un nivel y el nacimiento de un nuevo estado de conciencia martiano, donde el patriota se halla fundido con la patria y entonces surge el verdadero patriotismo, surge la danza patriótica, el éxtasis patriótico, el único y verdadero amor a la patria. Pero lamentablemente nadie hasta ahora ha pensado en ello, nadie ha señalado el carácter extático del patriotismo. Por el contrario, patria, el patriota y el patriotismo, han sido los conceptos claves a través de los que se ha distorsionado la realidad de la “beldad” patriótica cubana. Ha sido a partir de esos conceptos que Cuba ha sufrido el mal llamado “amor por la patria”. Todas las políticas e ideologías cubanas que surgieron antes y después de la Guerra Grande y se deslizaron hasta nuestros días con ribetes de contrapunto, se han basado en el tiempo patriótico. De ahí la distorsión, de ahí el fallido destino cubano (he intentado recoger en un ensayo la base del llamado nacionalismo cubano oponiéndome a la opinión ya generalizada en el pensamiento intelectual cubano de que Cuba necesitó de la apertura nacionalista para mantener su independencia. Nada más falso. El nacionalismo responde a una aptitud de la mente inconsciente y de una mentira social).
Se cuenta en una biografía, por quien lo conoció de primera mano, que cuando Martí desembarcó en suelo cubano por Playita de Cajobabos lo primero que hizo fue besar la tierra. Un gesto, para mí, de sumo agradecimiento a patria, al núcleo rector interno humano que conecta el mundo físico, el mundo exterior, con el mundo interior, con la existencia y lo supremo. En ese acto de fundación estética, de muerte y renacer, donde el tiempo y el espacio debieron desaparecer de su existencia física, arrojó por completo todo el sufrimiento que caracterizó al exiliado cubano durante los 15 años de su estancia en los Estados Unidos, cuya sustancialidad angustiosa fue trascendida en ese salto, sin intervalo alguno, de forma espontánea. Saltó y penetró –es toda la esencia del contenido del Diario de Campaña de Cabo Haitiano a Dos Ríos, como dice el poeta y ensayista Lezama Lima en La cantidad hechizada– la Casa del Alibí; saltó hacia adentro y se perdió de regreso al origen, es decir, desapareció de pronto y para siempre como entidad temporal. Traducido al lenguaje martiano, al lenguaje del Diario, el sujeto patriota se fundió con el objeto que es la patria y de esa fusión nació el patriotismo, nació el amor a la patria, nació un estado del ser donde el patriota y la patria y el sufrimiento desaparecieron.
Parece que todos los deseos que se acumularon en forma de angustia martiana, de futuro en pos de la libertad de la patria, de tiempo, se habían transcendido. Pero en medio de la manigua cubana –según el propio Diario– lo acechaba, al parecer, un deseo mayor, el de “dar forma al gobierno” en armas. El investigador Gabriel Cartaya ha estudiado atentamente el hecho de que para Martí su lugar en 1895 era fundar el gobierno desde la guerra. Había pensado en este asunto desde los mismos inicios de la preparación de la contienda en el exilio, pero ya estando en Cuba (es mi opinión) aquello sólo constituía el remanente de una estrategia pasada. No puedo considerar que el gobierno y su formación fueran una preocupación existencial de Martí, tal y como Humberto Piñera ha tratado de mostrar en Idea, sentimiento y sensibilidad de José Martí, lo que constituye uno de los mejores estudios sobre la obra del Maestro.
En el segundo diario, en el de Cabo Haitiano a Dos Ríos, se lee la inobjetable expresión que simboliza, según lo entiendo, el despertar de la conciencia martiana: Salto, ¡Dicha Grande! Es el sonido de esa limosidad, el testimonio expresivo, la indicación de que la expansión de la luz ha recorrido todo su ser. El hecho afirmativo de que el conocimiento indirecto, el pensar acerca de Cuba, había sido trascendido. Pueda que ese día, el 12 de abril de 1895, se considere el verdadero día del nacimiento de José Martí. El 28 de enero de 1853 lo que nace es la fenomenología martiana. Abdala, obra poética de sumo carácter existencial, es quizá el primer vislumbre por el cual se muestra una gran angustia, el sufrimiento de luchar contra el apego, contra la forma de existir como entidad temporal. Todo el proceso sutil, desde el primer vislumbre con Abdala hasta su Dicha Grande, es el que no ha sido estudiado por sus biógrafos. Es una falla, porque lo sutil es el único proceso que cuenta, que da veracidad a la existencia de la evolución del patriotismo cubano. Todas las biografías martianas se detienen en un punto: en rememorar los hitos históricos. Pero ellos no son los suficientemente veraces para constatar lo esencial de su existencia.
Por eso podemos ver que semanas antes del desembarco de Playitas, todo parece indicar que Martí había sentido la aurora de la niñez, para declarar: “me siento puro y leve como la paz de un niño”. Pero una cosa es conocer algo mediante el pasado, a través del contacto libresco, por vía de la mentalidad colectiva, y otra cosa es experimentar y vivir la totalidad y rendirse a ella. En menor significado, otra cosa es acumular momentos de dicha y experiencias para luego manejarlas intelectualmente. A Martí le pasó, en un momento dado, casi lo mismo que al filósofo y místico hindú Sri Aurobindo, que investigó y escribió mucho acerca de la trascendencia del tiempo, y nunca se despertó (Vid, Autobiografía, Himnos al fuego místico, El ciclo humano y El ideal de la unidad humana).
Y resulta que un político nunca puede llegar a estar despierto de veras, consciente del hecho de que el conocimiento supremo puede ser revelado cuando se trasciende la capacidad de los sentidos, porque el despertar es la antítesis de toda política y de todo conocimiento sensible. La política ha sido el estado de conocimiento inferior por el cual el hombre ha permanecido dormido toda una vida. Martí pudo llegar a tener atisbos del despertar -entiéndase en este sentido lo que dice sobre la “tarde de Emerson”, sus versos--, pero esa realidad llega totalmente cuando la política es trascendida por el místico, por el “poeta en actos” (Félix Lizaso ha escrito una biografía, José Martí, místico del deber, que se basa por entero en la máxima orteguiana “yo soy mis circunstancia”, pero que no vislumbra nada acerca de la realidad del místico, acerca del sentido poético de la iluminación).
Cuando el despertar llega a la totalidad del ser, el ser político desaparece automáticamente. Martí, al igual que Sri Aurobino, conocía el fenómeno de la temporalidad del ego, pero este último nunca llegó a formar parte de su ser. Era sólo una experiencia intelectual, una filosofía.