google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Un crítico de (a) peso

viernes, 28 de agosto de 2009

Un crítico de (a) peso

por Heriberto Hernández

No es mi intensión “criticar al crítico”, que cuando alguien se ocupa de la poesía hay ya más de una razón para agradecer, y este puede ser un agradecimiento de algún modo. Un peso no fue tampoco, desde que tengo noción del valor utilitario del dinero, nada que pesara en el bolsillo, aunque con él pudiese comprarme dos poemarios y me sobrara para tomar la guagua. Y no es que la poesía por los años ochenta estuviese tan devaluada, pues por el valor de dos o tres poemarios me compré alguna vez algunos de los escasos libros de crítica literaria disponibles que abordaban temas de literatura cubana, por no hablar de los clásicos que podíamos llevar a casa por libras.

¿Qué pasa con la poesía cubana? No encuentro otro modo de responder esta pregunta, que también me he hecho frecuentemente, como no sea regresando a la polémica frase de Lezama en que enuncia que “un país frustrado en lo esencial político, puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza”.

Ya se decía, en mis años de estudiante, de algunas ciudades de Cuba, como ahora dice José Prats Sariol de los blogs, que uno daba una patada en el piso y salían legiones de poetas. “Una epidemia”, llegaban a decir algunos, como el crítico hoy. Tal “abundancia”, que con el tiempo se fue decantando, propició el nuevo rostro de la actual literatura cubana y potenció la ruptura del sudario épico con el que pretendía cubrir la tradición lirica de la isla. Al menos eso habría que contabilizarlo en la columna de los “ingresos”, aunque el crítico, como le corresponde a su oficio, prefiera repasar la columna de los “egresos”. “¿Entonces? ¿Qué está pasando?”.

Es cierto que “siempre ha habido una cola de voces débiles, de epígonos y mediocres, de cursilones y bobalicones, de gente cuya vanidad galopante hasta los hace sentir poetas”. Pero si “la cola” se pierde en el horizonte, no hay que culpar a “los fascinantes adelantos electrónicos, que tanto disgustan a los poderes totalitarios”. Hay que culpar a la complacencia de la crítica, que se limita a entrecomillar la palabra “escritora” para referirse a esta persona que usurpa los honores del oficio haciéndose cómplice de “que como por arte de trivialidad, ornada de cierta aura comercial, ha(ya) alcanzado que su nombre suene”.

Puede que alguien agradezca que no se le castigue “ni siquiera con una línea ─¿verso? ─ de la susodicha”. Pero en mi caso no puedo dejar de reclamar que se le castigue a ella como mereciera en nombre del la literatura y haciendo honor a sus deberes como crítico. Quejarse de la abundancia de maleza no hace méritos al jardinero. “Los psiquiatras y sociólogos” tendrán que hacer su trabajo con el sujeto (los escritores y lectores), pero los críticos son quienes “tienen aquí un enrevesado campo de investigación”, y tendrán que hacer su trabajo con el objeto (la literatura), según las “evidencias tangibles” que nos muestran la tradición y “el sentido común”.

No me da pena decir que no concuerdo con Borges y que no me permitiré nunca “disuadirlos, decirles que se conviertan en buenos lectores”, ni siquiera por la vanidad ambiciosa de que algún día pudieran ser buenos lectores míos. Siempre preferiría darles el beneficio de la duda y suponer que potencialmente pudieran resultar nuestro Rimbaud y no uno más al cual los críticos, por no podar el jardín de malezas, se limitan a llamar “poeta” entre comillas. “¿Debe favorecerse que la gente escriba? Claro que sí”. Coincido con el crítico y coincido también en lo absurda que resulta “la confusión entre el aficionado que goza alguna disciplina artística” y un artista.

En lo que no puedo coincidir es en que las naturales “vanidades y soberbias” de los seres humanos sean la causa de que se “ha(yan) roto los diques”. Si “el resultado es un bosque reseco donde apenas se ve un árbol sano”, no puedo ver otra razón en ello que la desidia e indolencia de la crítica, y si pululan las “reseñas laudatorias y silencios cómplices”, no ha de achacársele a los autores, que ya hacen bastante con escribir, auto-editar sus libros y en algunos casos hasta hacerse las críticas unos a otros, con las lógicas deficiencias del caso.

“A dos por medio no se distingue un mango de una piedra”, pero de que nos sirven los críticos de (a) peso que no nos protegen de dañarnos los dientes al morder cualquier falso fruto. El canon siempre duerme, y no suena. Es un sueño. El sueño de una crítica que aspira más a entrar a codazos en los tratados que a servir al lector. El sueño de unos críticos que aspiran a poner su nombre a la cabeza de una lista de autores a los cuales “han concedido” los laureles, en lugar de aspirar a firmar humildemente al pie de una lista de nombres que le enorgullecen por su valor y legado.

Yo, siempre leo el primer verso. A veces (con trabajo) llego al final. Por lo general no siempre encuentro todo lo que busco, pero no dejo de leer ni asumo la socorrida y pedante actitud que hace decir a algunos: “yo sólo leo a los clásicos”, o “yo no leo a mis contemporáneos”. Siempre tengo la ilusión de que el poeta que leeré hoy será nuestro Rimbaud mañana.

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