por Armando Añel
En Cuba, el daño sociocultural está directamente relacionado con el daño antropológico. Pero mientras este último afecta la siquis del individuo en primer término, el daño sociocultural tiene más que ver con el afianzamiento sociológico, a profundidades preocupantes, de una cultura política que tiende a los extremos. Tiene más que ver con un estilo de hacer política, y de desarrollar un pensamiento ideológico, definitivamente escorado, unidireccional.
Tras cincuenta años de totalitarismo, y de furibunda oposición al totalitarismo, la nación -o lo que queda de ella si alguna vez hubo suficiente- ha sobredimensionado hasta el paroxismo su íntima creencia (ya suficientemente desarrollada durante la República) de que es el ombligo del mundo. Así, el ultranacionalismo aldeano, y estridente, de la política cubana ha crecido hasta límites insospechados, desarrollando, a su vez, su correspondiente contrapartida: la tendencia a celebrar indiscriminadamente, o sobreestimar, lo foráneo.
De manera que la objetividad, la tolerancia y la humildad –o el “buenismo”, como quieren llamarlo los más simplificadores- son cada vez más valores en decadencia en el escenario político nacional. Tras medio siglo de ultranacionalismo y antiamericanismo Cuba, el cubano, se ha vuelto más narcisista que nunca o, como reacción, más antinacionalista que nunca. El rescate del balance y la objetividad (si se puede hablar de rescate en lugar de descubrimiento) será, pues, uno de los grandes retos a los que deberán enfrentarse los demócratas del futuro.
Castro no es el padre, es el hijo de una cultura que no acaba de asumirse en lo que es –que no acaba de reconocerse a sí misma y, por tanto, es incapaz de evaluarse objetivamente-, pero el sistema implementado por Castro ha elevado el problema a alturas considerables. Bajarnos de esa nube será toda una hazaña.