por Carlos Alberto Montaner
La frustración original de los guerreros cubanos, la de no haber disfrutado nunca la victoria definitiva sobre España, luego se hizo extensiva a otros aspectos de la vida nacional. Se ha dicho hasta el cansancio, por ejemplo, que la no participación en el Tratado de París, de 1898, afectó negativamente el futuro de la Isla, por cuanto las disposiciones del pacto –en el que no se oyó la voz cubana– dejaban intacta la estructura económica de la Isla, y todo el comercio permanecía en manos de peninsulares.
Sin embargo, visto desde la perspectiva de varias décadas, esta circunstancia resulta más bien loable. Cuba debía afrontar la reorganización del Estado y de la hacienda, la reconstrucción de los ingenios y de los campos de caña, el relanzamiento, en síntesis, de su devastada economía. Si a ese esfuerzo descomunal se le añadía, además, la dispersión de la clase empresarial española, el éxodo de los cuadros administrativos y, en suma, la cubanización de las estructuras comerciales, probablemente la tarea de reconstrucción hubiera sido muchísimo más difícil.
Por el contrario, una de las más benéficas consecuencias de la intervención norteamericana fue la de tender un puente entre la colonia y la república para que el tránsito institucional se hiciera sin revanchismos y sin ahuyentar a la enorme masa de españoles que daba vida a la economía del país, aunque el precio de ello fuera dejar sin botín de guerra o sin recompensas económicas al ejército mambí. Si en el primer cuarto de siglo se produjo una poderosa y estimable corriente migratoria de España hacia Cuba –la mayor de toda la historia del país– fue, precisamente, porque las capitulaciones del Tratado de París garantizaron la vida y la hacienda de miles de españoles laboriosos que habitaban en la Isla. Y porque esas garantías luego fueron incorporadas en el texto constitucional cubano mediante la aceptación de la Enmienda Platt.
Por otra parte, en el caso cubano, trazar la raya entre criollos y peninsulares, unos como nativos y los otros como extranjeros, era siempre riesgoso, porque se perdían los infinitos matices del asunto. Más bien podría hablarse de criollos-cubanos y de españoles-cubanos que de unos y otros como etnias distintas y hostiles. Este rico mestizaje criollo/europeo, al que quizás se deba el relativo despegue económico del primer cuarto de siglo, se vio decisivamente favorecido por la amortiguadora presencia de Estados Unidos.