por Alvaro AlbaLa orden de Medvedev no surgió sin antes haberse trazado un camino previo. Y un camino que nada tiene de civil, y menos de académico. El vicejefe del estado mayor general del ejército ruso, anunciaba entonces la formación de un grupo de trabajo intergubernamental para el estudio de la historia de Rusia, con énfasis en el combate contra la falsificación. Un mes más tarde, por decreto presidencial, el grupo de trabajo se convertía en comisión presidencial.
La medida va a tono con los deseos del ruso, que en un 66 por ciento de encuestados por el centro de encuestas VTSIOM, considera necesaria la lucha contra los “falsificadores“ de la historia rusa. Uno de los miembros de la comisión, Serguei A. Markov, graduado de filosofía marxista en la especialidad de comunismo científico, de la Universidad Estatal de Moscú en tiempos de la URSS, aseguró a la prensa rusa que en la década de los noventa en Rusia las ciencias sociales, y en especial la historia, fueron “golpeadas”, y una de las tareas de esta última será “liberar a los historiadores de Georgia, Ucrania, Lituania, Estonia y Letonia”. Reconoce Markov que una de las misiones del grupo es velar por lo que aparece sobre Rusia en esos países vecinos.
Precisamente, fue en la década de los noventa cuando se abrieron (temporalmente) los archivos rusos. Por decisión del entonces presidente Boris N. Yeltsin, en 1992 se permitió abrir los cofres de la historia soviética – los llamados files del Buró Político y del Comité de Defensa del Consejo de Comisarios, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos documentos, que pudieron ser fotografiados, son los que han servido hasta el presente para ir escribiendo los hechos con objetividad, sin componentes ideológicos. Después volvieron a poner candados a todos los depósitos.
Lo que en cualquier sociedad moderna se considera un debate histórico, en Rusia es confrontación política. Así, vuelven los discursos y lemas donde se considera a los historiadores como luchadores del frente ideológico.
