por Alvaro Alba
Fueron los soviéticos los mayores especialistas en falsificar la historia, tanto patria como internacional: desde el cañonazo del acorazado Aurora (que nunca se produjo) hasta la matanza de los oficiales y soldados polacos en Katin (que negaron cometer y culparon a otros). La historiografía soviética borró el historial revolucionario de Trotski. Ni una palabra sobre los pactos secretos con Hitler en agosto de 1939, nada sobre los errores militares en el verano de 1941. El informe secreto de Jruschev al XX Congreso del PCUS, en febrero de 1956, se vino a publicar íntegramente en la URSS en 1987.
Cuando en Lvov, Ucrania, se colocó una tarja en recordación a los ucranianos que murieron luchando contra Moscú en la Segunda Guerra Mundial, en Rusia se sintieron ofendidos, al igual que cuando en Tallin removieron de una céntrica plaza el monumento de bronce al soldado soviético y lo trasladaron a un cementerio militar. De ahí que recurran a la historia para reforzar sus aspiraciones nacionalistas. El 9 de mayo se ha convertido en el mayor símbolo de la superpotencia que fue la URSS, y aspira de nuevo a ser Rusia. No hay un evento político, social, cultural o histórico que aglutine y consolide más a la sociedad rusa que la victoria sobre el fascismo. Un 70 por ciento de los encuestados por el centro VTSIOM considera positivo el retorno de los tanques y los cohetes a la Plaza Roja.
Es el retorno a la tradición de superpotencia, pues lo ven como una condición para reafirmar la existencia de un Estado fuerte, del nivel de desarrollo militar. Ese armamento que desfila tiene un público receptivo en los ciudadanos rusos, y negativo en los vecinos. Esos atributos de poderío soviético son considerados por los vecinos como intentos de Moscú de hacer renacer el imperio soviético. El peligro se hace mayor cuando Putin considera la desaparición de la URSS como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”.
En la era del Internet es imposible controlar a los censores todo lo que se publica y aparece en la red mundial. Ya no se trata de que los oficiales de aduana decomisen en los aeropuertos los libros editados en el extranjero que no ofrecen una panorámica histórica acorde a la oficial en el país determinado – sea Rusia, Corea del Norte, China o Cuba. En esos países la historia ha pasado a ser un componente ideológico del sistema. Desconocen que el Estado solamente tiene dos funciones con relación a la historia: permitir el mayor acceso de los historiadores a las fuentes y entrometerse lo menos posible en los debates históricos.