por Denis Fortún
El oficial lo invitó a sentarse frente a donde yo estaba. Desde que lo vi, supe que se trataba de alguien que venía de Cuba por primera vez.
Su esposa le dijo algo bajito, él se levantó un tanto contrariado, caminó hacia mí y se presentó con extrema cortesía, muy formalmente. “Mi nombre es Serrano”. Precisaba de un baño para su señora, habían pasado demasiadas horas desde su llegada a Rancho Boyeros y la pobrecita ni siquiera se atrevía a moverse de su silla. Le aclaré que debían esperar a que el oficial acabara con el papeleo, entonces podrían ir a las instalaciones ubicadas afuera. Me devolvió un silencio respetuoso por contesta, y cuando pensé que iba a regresar a su asiento, se volvió y me preguntó si yo era cubano. Le aseguré que sí. Acto seguido, fui yo quien le pidió noticias, supuestamente frescas, sobre lo que ya sé desde hace tanto y a lo que, sin embargo, no puedo sustraerme:
-¿Cómo está “aquello”?
Su cara cambió completamente y me contó muy serio. “Tengo un amigo en La Habana del Este, es decir, tuve, que por vender barritas de guayaba lo cogieron preso y le hicieron un juicio sumarísimo en horas. Su problema fue que, al oír la sentencia, ahí mismo le dio un infarto”.
El oficial de aduana por fin terminó de procesarlo. Acompañé a Serrano al lugar en el que lo esperaban sus familiares y amigos con cámaras de todo tipo, globos, mucha alegría, más bien mucha bulla, y la promesa de un puerco asado esperándolo en Hialeah con varios twelve de cervezas Heineken vestiditas de novia.
De la serie Crónicas del Aeropuerto