por Denis FortúnAnoche, alguien llegado de Cuba me contaba en la Oficina de Inmigración la vergüenza que pasó afuera de la “embajada americana”. Ya hace cinco años de aquella vez en que yo también estuve en el parque de Calzada y K.
Recuerdo que el hombre, después de subirse a un banco, nos miró a todos con desprecio y, luego de mantenerse callado por varios segundos, nos gritó: “¡Voy a mencionarlos uno a uno, y al escuchar sus nombres levantan la mano, me dan su carné y se ponen a este lado! El que no lo haga, no podrá entrar… ¡Y no se atrevan a interrumpirme con el cuento de que no me entienden, que me voy y se joden!”.
Con una rapidez inusual, empezó su “performance revolucionario”. Las caras de todos, incluyendo la mía, reflejaban un miedo tremendo ante la manera inarticulada y “oriental” con la que aquel “soldado” manejaba el lenguaje. Corríamos el riesgo de perder el dinero que nos costó a la gran mayoría “resolver” un turno si no llegábamos a descubrir a tiempo nuestros nombres. Sin saber, asimismo, cuándo podríamos ser citados nuevamente. Además, en el peor de los casos, algunos de los que iban por segunda vez podían perder la temporalidad de la visa.
Mientras el sujeto nos mencionaba, nadie se atrevía a abrir la boca, y esa humillación a la que hacía referencia la señora nos golpeaba tempranito en la mañana, como si todos los que estábamos allí hubiésemos hecho algo terrible. Al fin escuché mi nombre y alargué la mano para entregar mi carné. Apenas si el tipo me miró. Me fui entonces a la nueva fila, sonriendo muy disimuladamente, hasta que por fin pude reírme casi a carcajadas. Claro, después de salir de la Oficina de Intereses con la visa acuñada en mi pasaporte.
De la serie Crónicas del Aeropuerto
