por Denis Fortún
Arriba, en alguna oficina, a su hija le revisaban el pasaporte y verificaban toda la información que existía sobre ella en la base de datos. Abajo, su madre, en el área donde se recogen los equipajes, mostraba la habitual impaciencia que a diario consume a los que esperan. En casi dos horas aún no sabía lo que pasaba realmente. Al fin se acercó a mí, y en un inglés con un acento nórdico bien fuerte, me pidió que la ayudase. Me contó que la había invitado a que pasase unas vacaciones en West Palm Beach y así dejar atrás, por un tiempo, el gélido clima escandinavo. Yo traté de tranquilizarla diciéndole que se trataba de un proceso rutinario, en el que los oficiales de aduana revisan a ciertos pasajeros, pero que la gran mayoría después salen, y a divertirse en la Florida.
Cuarenta minutos más tarde bajó un oficial acompañando a su hija. Desde lejos noté como la invitaba muy cortésmente a que se despidieran. La muchacha iba a ser devuelta a su lugar de origen. Definitivamente, no podía entrar a los Estados Unidos. Las dos lloraron. Con pena vi cómo la madre me miraba por encima de los hombros de su hija, en lo que se abrazaban. Sentí vergüenza y me alejé lo más que pude. Las dos continuaban llorando en lo que cada una separaba sus maletas. Ella para quedarse. Su hija para regresar en el primer vuelo que hubiese a Europa, con una rabia en el rostro que superaba al dolor de dejar atrás a su madre. Alguien me comentó que era un espectáculo terrible. Otro agregó que en este país, después del 9/11, los americanos perdieron su inocencia y están cobrando por eso.
De la serie Crónicas del Aeropuerto