por Alvaro Alba
Nadie creía, ya finalizando 1989, que en Rumania se vivirían los cambios que se vivieron en los meses anteriores en los demás países de Europa Central y Oriental. El llamado Genio de los Cárpatos o Conducator (Conductor) fue en una época el niño mimado de Occidente por su línea diferente a Moscú. Todos conocían de sus desafueros, pero era un intranquilo dentro del campo socialista, a tal punto que no envió tropas y condenó la invasión a Checoslovaquia en 1968, y no boicoteó los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, como había decidido el Kremlin.
Pero en 1989 la situación había cambiado y el régimen rumano sentía que podía también sucumbir a los vientos de cambio. Ya en marzo de ese año seis ex dirigentes comunistas enviaron una carta abierta a Ceausescu pidiendo cambio, siendo la misiva trasmitida por Radio Europa Libre y la BBC. En Ginebra, la Comisión de Derechos Humanos condenó a Bucarest por violar los derechos humanos de la minoría húngara, aislándolo del mundo. Ya en junio se reunieron en Bucarest los mandatarios del Pacto de Varsovia, y Nicolae Ceausescu se encargó de criticar los cambios en Hungría, e incluso apeló a la amenaza de una invasión, ante la mirada indiferente de los dirigentes húngaros y Mijail S. Gorbachev, que no buscaba poner en práctica la doctrina Brezhnev de la soberanía limitada.
A finales de noviembre se celebraba el XIV Congreso del partido comunista rumano, donde se reelegía a Ceasescu como secretario general, recibiendo saludos desde La Habana mediante el entonces canciller Isidoro Malmierca. Más de tres mil delegados cantaban loas al electo dirigente. En Rumania, a diferencia de la URSS, no existía el samizdat (las publicaciones clandestinas), ni había una poderosa iglesia como en Polonia, ni tenían los privilegios de los alemanes orientales de viajar hasta los países socialistas vecinos.
No había un Vaclav Havel detenido por manifestarse en contra del régimen. Muchos de los intelectuales criticaban en privado a Ceausescu, pero temían el cambio de sociedad. La hipocresía social llegó al extremo que era el país con mayor militancia comunista per cápita –un cuarto de la población y un tercio de la fuerza laboral. Pero nadie creía en el socialismo.
En el poblado de Timisoara, un pastor calvinista y miembro de la minoría húngara en Rumania, Laszlo Tokes, se negaba a abandonar la iglesia donde venía años laborando. Con anterioridad se había manifestado contra el trato de las autoridades rumanas hacia los húngaros y fue trasladado de ciudad en varias ocasiones. En su templo permitía recitar poemas críticos en los servicios religiosos y hasta que se expresaran contra la política estatal de “sistematización” (o destrucción) de las aldeas y poblados campestres. Bajo presión del gobierno, la Iglesia Reformista le impide ejercer.
Bajo ese pretexto el gobierno local buscaba expulsarle del templo y vivienda que tenía en la ciudad, donde vivía con su esposa y tres hijos, la más pequeña de tres años de edad. La orden de desalojo era para el 15 de diciembre, y días antes atacaron el hogar elementos de la Securitate, policía política de Ceausescu. Los vecinos, unos cuarenta, muchos de ellos rumanos de nacionalidad, alemanes, serbios, griegos, más los húngaros, organizaron una vigilia perenne ante la casa para evitar el desalojo. Ese fue el inicio de la solidaridad para remover al régimen.
Y predicaba entonces Tokes desde la ventana y en rumano, para todos los presentes, que se sentían también perseguidos por la Securitate. La policía atacó con cañones de agua y se sumaron entonces los estudiantes de universidades cercanas, que entonaban un himno llamado “Despiértate rumano” y tomaron la sede del partido del distrito. Dos días de manifestaciones y las víctimas mortales ya superaban los setenta. Los cadáveres eran sacados de la ciudad para no impacientar más a los residentes. Los obreros se unieron a la huelga el 18 de diciembre, y en la Universidad local se proclama el Frente Democrático de Rumania.
Ese día Ceasescu partía en visita oficial a Irán, pero tuvo que regresar con premura ante la caótica situación en su país. Primero por la televisión el día 20 condenaba lo que consideró “injerencia de fuerzas extranjeras”. El error fue que hizo pública la existencia de masivas protestas. Al otro día intenta Ceausescu, en acto público, aplacar los ánimos, y fustigar a los manifestantes de Timisoara, reuniendo a miles de personas frente a la sede del Comité Central. Demasiado tarde para detener las protestas. Con un juego fonético de palabras, los asistentes a la manifestación gubernamental pasaron del Ceausescu si popurul (Ceausescu y el pueblo) a Ceasuscu dictatorul (Ceasuscu es un dictador).
Lo veía toda la nación y el mundo entero. Horas más tarde, en un helicóptero blanco, dejaba el edificio. No había regreso. Bucarest, como Timisoara, estaba literalmente ocupada por los manifestantes, a los que se les habían unido efectivos del ejército, contra la Securitate. Ceausescu fue detenido, juzgado y fusilado el Día de Navidad, para dejar en la historia la única imagen gráfica del juicio y ajusticiamiento de un dictador comunista. Fue el punto final de aquel año.