google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Siempre La Habana (II)

martes, 8 de diciembre de 2009

Siempre La Habana (II)

por Carlos Alberto Montaner

De adulto, entendí la importancia de las ciudades en el espíritu humano cuando leí la obra monumental de Lewis Mumford sobre la historia de las ciudades.

Fue fascinante aprender que nuestra verdadera historia comenzó con el entierro de los muertos. Las primeras ciudades no fueron para alojar a los vivos, sino a los muertos.

En algún punto de la historia, coincidieron los cementerios, las tierras fértiles y la agricultura. Y así, paulatinamente, la aventura de la sociedad se fue haciendo cada vez más compleja.

Junto a los cementerios se juntaron los chamanes que hablaban con los muertos y conjuraban los demonios de las enfermedades.

Los cementerios los custodiaban los tipos fuertes que ejercían la autoridad y, sobre ellos, los caudillos urgidos de la necesidad de mandar, nuestros monos Alfa.

De la ciudad, con el tiempo, surgieron el Estado, las leyes, las instituciones para organizar la convivencia.

La ciudad necesitó caminos y acueductos y parió la ingeniería.

Necesitó alimentos y fomentó el comercio y la navegación.

Tuvo excedentes, y los perros, los cerdos y las ratas se acercaron a comer los desperdicios. Los perros y los cerdos se amansaron. Las ratas siguieron siendo ellas mismas hasta hoy, hoscas e independientes.

La ciudad permitió que las mujeres se ayudaran en la cría colectiva de los hijos, lo que facilitó la supervivencia.

La ciudad fue abriendo espacios reservados a los trabajadores especializados. En Madrid, adonde me fui a vivir en 1970, me encantaba pasear por las calles de los vinateros, de las hilanderas, de los cordeleros. Hubo barrios de artistas y escritores. También de prostitutas pobres y “arrecogías”.

Cuando me mudé a Madrid, no me detuve hasta que pude comprar una vivienda en el solar donde estuvo la casa en la que vivió y murió Cervantes. El viejo edificio, erigido a principios del XIX, había utilizado los antiguos muros de la vivienda cervantina en la antiquísima calle del León.

Me encantaba cruzar la acera y saludar al fantasma de Lope de Vega, cuya grata residencia se mantiene intacta. O girar a la derecha y pasar rápidamente frente a donde vivió Quevedo, muy cerca, por cierto, del convento donde yacen los huesos de Cervantes, en una fosa común, porque la familia no tuvo dinero o entusiasmo para pagarle una tumba propia.

Me imagino que, de vivir en La Habana, mis fetiches hubieran sido otros: la casita de la calle Paula, aseada y graciosa, donde vivió Martí, o los palacetes en los que Aldana, Pinillos y Arango y Parreño vieron transcurrir sus vidas agitadas y fructíferas.

Salí demasiado joven, a los 18 años, a una edad en que uno no sabe disfrutar del valor de las piedras. ¿Cuántas veces pasé por la Fragua martiana, en lo que fueron las Canteras de San Lázaro, sin detenerme a imaginar lo que allí sucedía cuando Martí cumplía su pena carcelaria?

Pero las piedras tienen un valor incalculable. Son una referencia espiritual. Atan a la tierra.

Alguna vez he escrito que Kafka no hubiera sido Kafka sin su experiencia urbana, aquella Praga maravillosa, con ese callejón de los alquimistas a la sombra del Castillo en el que alguna vez residió y multiplicó su melancolía.

La vida urbana es una experiencia de doble dirección. La ciudad nos hace y nosotros hacemos a las ciudades.

En el primer capítulo de mi libro Los latinoamericanos y la cultura occidental me remonto a los griegos y a los romanos porque todavía sobreviven en nuestro mundo los rasgos urbanizadores más importantes de aquellas civilizaciones.

En nosotros, sin que lo sepamos, se esconden antiquísimos cazadores nómadas, guerreros medievales y humildes inmigrantes gallegos, pero también viven Hipócrates y Vitrubio, los dos grandes teóricos de la construcción civil de la antigüedad clásica.

La Habana es el resultado de todo eso. De Grecia, de Roma, de la morería pendenciera y culta, de la España medieval y renacentista. Es también obra del Barroco europeo, de los arquitectos militares italianos que construyeron las líneas defensivas del imperio español, de los artistas deslumbrados por la grandeza de París y de New York.

Cuando Diego Velázquez se convierte en gobernador de la Isla de Cuba, a principios del siglo XVI, construye en su nuevo destino una casa sevillana y la llena de los refrescantes azulejos y mosaicos moriscos que tiene en su memoria.

Lo primero que hace un inmigrante cuando consigue reunir cierta fortuna es construir una vivienda que le recuerde la casa que tuvo o la que le hubiera gustado tener en su país de origen. No se triunfa hasta que no se conquista esa soñada residencia.

Por eso el mundo americano está lleno de casas italianas, de cortijos españoles y hasta de palacetes franceses. La hacienda latinoamericana es el cortijo español, que, a su vez, es la villa romana. El batey, las paredes de tablas y los frescos techos de guano son un homenaje a los arahuacos desaparecidos, pero no del todo.

En La Habana, suma y compendio de muchos mundos, hay todo eso.

Como cuenta Havana Forever, a fines del XIX y principios del XX, cuando la burguesía habanera y santiaguera era muy catalana, importó de Barcelona la estética racionalista de aquellos tiempos.

Si hay dos ciudades realmente hermanas, o dos fragmentos de ciudades, son el ensanche de Barcelona y el Vedado.

Es conmovedor comprobar, como relata el libro que hoy presento, que, en medio de los amargos encontronazos del machadato, entre 1925 y 1930, cuando Cuba ensayaba su primer gran descalabro republicano, el gobierno invita a un arquitecto francés, Forestier, para que rediseñe la capital y la llene de jardines y avenidas, un poco como Haussman lo había hecho con París a mediados del siglo XIX durante el gobierno de Napoleón III.

Aunque la influencia norteamericana era grande y creciente, París seguía siendo la gran referencia estética para los habaneros. Es verdad que Forestier sólo pudo llevar a cabo una parte pequeña de sus planes, pero la intención del gobierno, su preocupación estética, era clarísima.

En suma, la clase dirigente cubana durante la República sabía o intuía que la capital debía llenarse de parques y edificios hermosos. Era su responsabilidad más obvia.

Era, además, una tradición que venía de la colonia. Tacón, a mediados del XIX, edificó en La Habana un enorme teatro que mejor encajaba en Madrid o en Viena, y se trajo de Francia una lámpara monumental para iluminarlo. ¿Para qué lo habían mandado a Cuba si no era para engrandecer a La Habana?

Años más tarde, también en el XIX, el ingeniero Alvear hizo el acueducto que lleva su nombre, una obra maestra de la ingeniería hidráulica, todavía vigente.

Menocal ordenó un palacio presidencial que recordara la más armónica arquitectura francesa. Por ese palacio pasaron 21 presidentes, y si la revolución sólo lo utilizó durante los meses que Urrutia gobernó en 1959, es porque Fidel Castro, con su cabeza de pistolero paranoico, siempre al frente de la UIR, pensó que era un lugar difícil de proteger en caso de un ataque armado.

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