por Armando de Armas
Los isleños nunca hemos pactado con la sombra; hemos pactado siempre con el iluminismo, a la izquierda de Dios. Quiero decir que hemos apostado por la oscuridad racionalista. Así, durante el siglo XIX tuvimos al menos tres probables vías, estatus a escoger, para el desarrollo del devenir nacional: la vía autonómica, la vía anexionista y la vía independentista. Terminamos transitando por esta última, la más revolucionaria, afrancesada, de las vías. Pacto con el iluminismo.
Ganada la independencia, intervención norteña mediante, teníamos nuevamente al menos tres probables vías por las cuales devenir: anexionismo, Enmienda Platt y soberanía absoluta. Los pragmáticos norteamericanos nos impusieron pactar con la sombra. Tras el Tratado de París en 1899, y mientras Cuba en 1901 elaboraba su 1ª Constitución, el Senado de Estados Unidos votaba una enmienda que fue incluida en la Constitución cubana: la Enmienda Platt. Misma que tenía tres puntos importantes: la cesión de terrenos para el establecimiento de bases militares estadounidenses en suelo cubano, la prohibición al gobierno de Cuba para firmar tratados o contraer préstamos con poderes extranjeros que pudieran menoscabar la independencia insular ni en manera alguna obtener por colonización o para propósitos militares asiento o control sobre ninguna porción de la isla, y el derecho que se daba a Estados Unidos para intervenir con sus fuerzas armadas, con vista a proteger “las vidas, las propiedades o las libertades individuales”.
A regañadientes, trancas y barrancas, pudo mantenerse el pacto con la sombra de la Enmienda Platt. Pero como consecuencia de la Revolución del 33 fue abolida de la Constitución cubana. Ese impuesto periodo de claroscuros, con sus episodios de violencia, fue de estabilidad económica y política, debido en buena medida a unos precedentes sentados por la administración militar del General norteamericano Leonardo Wood, que en el breve período de tiempo que va de 1899 a 1902 dejó instalado en la isla un eficaz sistema de educación pública, construyó una amplia red de ferrocarriles, carreteras y puentes, hizo mejoras en los puertos, edificó faros, modernizó la ciudad de La Habana y estableció planes para su alcantarillado y pavimentación, además de reorganizar el obsoleto sistema carcelario, formar una Guardia Rural profesional compuesta fundamentalmente de ex oficiales y soldados del Ejército Libertador, y estructurar una salud pública capaz de desarrollar una gigantesca campaña sanitaria en la que participaron los más prestigiosos epidemiólogos cubanos de la época, como los doctores Carlos J. Finlay y Juan Guiteras Gener, entre otros, y que dio lugar a la supresión del azote de la fiebre amarilla.
No se explican de otra manera los extraordinarios índices de desarrollo que ya exhibía la isla en fecha tan temprana como 1910, recién salida de una guerra devastadora en vidas y haciendas. Por no hablar de la influencia en el terreno de las ideas políticas y las relaciones comerciales, que eran más importantes y fluidas con Estados Unidos que con España; al menos desde la segunda mitad del siglo XIX y hasta un punto en que, mucho antes del año 1898, según el historiador Manuel Moreno Fraginals, el noventa por ciento de las transacciones comerciales isleñas se hacían con la vecina nación del norte.
La Enmienda Platt sería demasiado para nuestro corazoncito levantisco e iluminista y teníamos que cargárnosla, abriendo las puertas de par en par a los demonios de la razón revolucionaria que nos devorarían a la vuelta de unos pocos años. Tras la rebelión del 33 se iniciaba un tiempo de quítate tú para ponerme yo, uno en que los sargentos terminan siendo coroneles y los estudiantes presidentes, en que por supuesto el ejército profesional es eliminado, ese mismo que hasta el 33 había respetado la Constitución, y es sustituido por una panda de advenedizos. Un tiempo de luchas entre revolucionarios en el poder y revolucionarios en la oposición (que entre revolucionarios te veas, dijo el demonio); luchas entre la izquierda y la izquierda, socialdemócrata, para decir algo, pero izquierda al fin: imbuida de buena o mala fe, pero segura de que los destinos patrios se cambiaban a punta de pistola y decretos estatistas, cuyo epítome de ese tiempo pudiera ser un violentísimo joven nombrado Antonio Guiteras.
En el 33 y en los hechos que le precedieron habría también tres probables derroteros: a) luego del error de la Prórroga de Poderes, esperar estoicamente el fin del segundo término del presidente Gerardo Machado, b) aceptar los buenos oficios del enviado del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, Benjamin Summer Welles, para que mediara entre las fuerzas en pugna, de manera que Machado terminara su período presidencial y se produjera una salida electoral al conflicto mediante la legislación correspondiente que facilitara la participación de todos los factores, pacto con la sombra, y c) la solución radical, pacto con la luz; esa que ilumina y mata.
Pues, como ya es sabido, optamos por montarnos, osados jinetes, sobre el relámpago revolucionario. Un arco eléctrico en el tiempo que nos fulmina, enceguece y esclaviza; parábola encendida que se extiende de 1933 al presente.
Pero, por si fuera poco, estabilizado el país y puestos a dotarnos de una Constitución en 1940, tuvimos otra vez a mano al menos tres probables caminos: continuar con la Constitución de 1901, permeada por la carta norteamericana y por lo mismo distanciada del síndrome socializante, garante de los derechos del individuo y de la propiedad; darnos una Constitución nueva, por supuesto ya sin el apéndice de la Enmienda Platt, pero manteniendo la esencia libertaria de la de 1901, pacto en el dulce crepúsculo; o la que finalmente nos dimos, la nombrada Constitución del 40, pacto en el abismo luminiscente del modernismo estatista. ¿Hemos escarmentado? No, hombre, qué va. Esa carta, influida en buena medida por las lumbreras comunistas del momento, es ponderada todavía por los supuestamente derechistas cubanos exiliados como la más adelantada y progresista de la época en el mundo. Adelanto y progreso que, por cierto, no difiere de lo que la izquierda entiende por adelanto y progreso; esto es, entre otros aspectos, legislar sobre justicia social al son de salarios mínimos, licencias de maternidad, vacaciones retribuidas y relaciones obrero-patronales en general. Es saludable saber que si en algo están de acuerdo las cerca de doscientas organizaciones anticastristas del exilio cubano, que casi nunca están de acuerdo en casi nada, es en la necesidad de restituir en la isla, en algún momento, la Constitución de 1940.
Instaurada la Constitución de 1940, parecería que, aunque escorada a la izquierda, al fin la isla iba a enrumbarse por la alternancia y observancia democráticas; falso de toda falsedad. El 10 de marzo de 1952 vino a remecernos de ese sueño de verano, golpe que no fue causa en sí, sino efecto de la fiebre revolucionaria que incubábamos quizá desde 1868, y aún antes, pero expandida como pandemia a partir de 1933. Consolidado Fulgencio Batista en el poder, ocurrido el acto terrorista del asalto al Cuartel Moncada por Fidel Castro y los suyos. Viviendo la isla la mejor época de esplendor y expansión económica, acantonada la guerrilla fidelista en la Sierra Maestra y desatadas las furias, filias y fobias infernales que nos condujeron al primero de enero de 1959, tuvimos nuevamente otras tres opciones por las cuales devenir como nación: la opción socialdemócrata autoritaria de Batista, la opción electoral de Andrés Rivero Agüero con el visto bueno batistiano, también socialdemócrata, y la opción revolucionaria, ésta sí, de la Sierra Maestra.
La verdad es que a esas alturas ya las tres opciones se avenían con el iluminismo racionalista que haría metástasis en el mundo durante los siglos XIX y XX; pero el necesario pacto con la sombra en este caso hubiese oscilado entre la opción socialdemócrata autoritaria del sargento devenido general y la opción electoral de Rivero Agüero. Pero no, sería mucho pedir, pues todos apostarían por la Sierra Maestra y, consecuentemente, por el totalitarismo comunista; la mayoría, la verdad, sin saber que lo hacían por el totalitarismo comunista; peor para ellos. Por la Sierra Maestra apostarían desde la revista Bohemia al diario New York Times, desde el Departamento de Estado norteamericano a militares del entorno de Batista (ver lo que dice al respecto el último embajador estadounidense en La Habana, Earl E. T. Smith, en su esclarecedor libro El cuarto piso).
Así se precipitaba la isla en la Edad Moderna, iniciada en el mundo con el fin de la Edad Media y el Renacimiento, incrementada con el Siglo de las Luces y extremada con el Comunismo y el Nazismo, esos socialismos tan caros a ciertos intelectuales, aderezos de positivismo y marxismo, dictadura científica, aria o proletaria; de la dictadura de Dios a la dictadura del Hombre. Del temor de Dios al temor a Stalin, Hitler, Castro. De los monarcas cuyo poder emana de Dios, a los dictadores cuyo poder emana dizque del pueblo. Medio siglo de la sinrazón de la razón en la isla. Tanta luz que nos ciega.