por Anonimón III de Alejandría
—Todavía es muy burdo —le decía el prócer a su asombrado secretario—, lo toma demasiado personal. Pero mira bien, por fin hemos merecido una metáfora suya, y ya es la segunda vez; ya no son siempre ataques vulgares y bajos, y si sigue así podremos reconocerle la dignidad de contrincante.
Eran tiempos turbulentos en Thamacún, que desdecían la placidez del prócer paseando por el jardín de los lirios de la casa presidencial, en compañía de su secretario. El pobre asistente no había formulado ninguna pregunta, pero el prócer sabía de las dudas que le apretaban el pecho, por eso trataba de tranquilizarlo explicándole aquella maravillosa jugada de Dios, que siempre es incomprensible. Aquella tarde había ocurrido un debate público en el que el líder del Partido Liberal Constitucionalista [opositor] impugnara la presidencia del prócer, flamante presidente del Partido Anarco Conservador, que había prevalecido en el régimen de Anarquía Participativa de Thamacún. Era obvio que constituían contradicciones flagrantes aquellos partidos del liberalismo constitucionalista y el anarquismo conservador, pero peores cosas se veían de continuo en la isla grande, y sólo el recuerdo de aquellas aberraciones hacía más leve el traumatismo evidente de estas en que los liberales se aconsejaban con Dios y los conservadores eran anarquistas.
En el debate, el líder del liberalismo constitucionalista había atacado con su ferocidad habitual al prócer; pero por segunda vez de su boca habían salido imágenes impensables a su vulgaridad, que mezclaban las abstracciones de Dios con elaboraciones sobre las condiciones del color y los recovecos de la psiquis.
—Ni siquiera podría concebir una historia en tiempos compuestos, como ésta —seguía diciendo el prócer al secretario—, pero si sigue así habrá que reconocerlo como contendiente… ¡Nada como el fragor de vencer o ser vencido, pero con merecimiento!
Por eso, ante el asombro del público, que esperaba una vitriólica respuesta, el prócer se había levantado al final del discurso y estrechado con entusiasmo las manos de su contrincante. “No soy hipócrita —aclaró al secretario—, pero la perfección exige alguna generosidad, y hemos de reconocer que se ha esforzado”.