por Armando Añel
Después de leer a José Lorenzo Fuentes, uno vuelve a hacerse la eterna pregunta: ¿Cuál es exactamente la función de la literatura (al menos la de la buena literatura)? ¿Enternecer? ¿Entretener? ¿Enseñar? ¿Una mezcla de todo ello? Pareciera que sí a juzgar por este libro.
De cualquier manera, no parece casual que La estación de la sorpresa, el volumen como un todo, esté escrita en primera persona. En cada uno de los casos, el narrador sujeto de la historia delata su intimidad sin sobresaltos, pausadamente, con la parsimonia de quien da forma a una enrevesada pieza de cerámica. El tono humilde, casi pedagógico que atraviesa el libro, tiene mucho que ver con el objetivo que seguramente se trazó el autor: contar tres historias sencillas, en las que nada perturbara la diafanidad de la anécdota. Ni siquiera la literatura misma.
Claro que aquí el adjetivo «sencillas» no puede ser aplicado sin más; uno tiene la impresión de que detrás tanta calma hubo alguna clase de tormenta. Los cuentos de La estación de la sorpresa tienen en común una atmósfera inquietante, por momentos misteriosa (no brumosa), que emana del narrador y se expande desde la travesía que es cada personaje.
En el relato que da título al libro, un viejo pescador atrapa el mundo para regalárselo a una niña llamada Gloria. El episodio, a primera vista pueril —o trivial—, contiene, sin embargo, múltiples lecturas (el nombre de la chiquilla o su propia edad, la de la inocencia, por ejemplo, sugieren un entramado de símbolos que derivan, paulatinamente, más hacia la reflexión que hacia la autocomplacencia). Pero si en este primer cuento del cuaderno la fantasía parece más que nada un pretexto para desplegar reflexiones y erudiciones verbales —parece solamente—, en Después de la gaviota, el segundo de la serie, juega un papel protagónico: sin ella es inconcebible un relato en el que el narrador sufre innumerables y sucesivas transformaciones. «Fueron necesarias muchas experiencias como ésa —advierte— para comprender que podía cambiar de perro a toro o de zunzún a gato, no cuando avizorara un nuevo peligro sino justamente cuando ya concluía el sufrimiento que me reservaba cada encarnación escogida». Es decir, la independencia tiene aquí un precio. También el inconformismo.
La paradoja que José Lorenzo Fuentes diseña en Después de la gaviota resulta en más de una derivación para acabar volviéndose certeza: la libertad total, pura, incondicional, no existe; quien la persigue peca de ambicioso… y hasta de tonto. Vale la pena leer de cabo a rabo este relato —algo rápido y fácil de hacer, como la receta de cocina—. El autor, por si fuera poco, nos depara una ingeniosa sorpresa al momento del cierre.
Ya sin color, la última historia de este libro envolvente (de cada cual según su capacidad, a cada cual según su adjetivo) se aparta de las anteriores por su tono más cercano al realismo que a la fábula o la ficción. Y sin embargo, no hay que confiarse. Lo que en principio prometía ser un relato con solución de continuidad realista, desemboca bruscamente en el terreno de lo fantástico. Antes de partir, el protagonista del cuento se empeña en descubrir si están muertos, si no son más que fantasmas hurgando inescrupulosamente en su propio pasado. Cuando ya el lector no sabe muy bien a qué atenerse, Fuentes echa otra vez mano a un golpe de efecto, y lo hace con una maestría rayana en la desfachatez (humor negro mediante). Pero mejor leerse el libro antes que malgastar tamaño artilugio aquí.
La estación de la sorpresa —vuelvo al primer cuento— se diferencia de las demás historias por un tratamiento menos efectista, también menos contundente, del final. Al mismo tiempo por la carga poética y el ritmo acompasado, lineal, que impulsa el relato. Por otra parte, sobresale una especie de moraleja que puede extenderse al resto del libro. Dice el viejo pescador que aunque la niña a la que le lleva el mundo puede dejar de confiar en él si éste escapa de sus redes, «Gloria cree todo lo que le cuentan porque está todavía en la estación de la sorpresa». La permanente sorpresa que es este cuaderno hace bueno el pronóstico del narrador. Tal vez sea ésa la función de la literatura (de la buena literatura): sorprendernos. Así cualquiera —no sólo Gloria— se cree lo que le cuentan.
Una primera versión de esta reseña fue publicada en la revista Encuentro, en 2001